Varsovia no fue la misma después del desastre de Chernóbil. Cuando se produjo aquel recordado accidente nuclear, en abril de 1986, Malgorzata Szumowska, la directora de Nunca volverá a nevar, tenía apenas 13 años y pensaba, como muchos de los que vivían en la capital polaca, que tomar agua o respirar implicaba un serio riesgo de contaminación. Treinta y cuatro años después, en la edición de 2020 del Festival de Venecia, estrenaría una película protagonizada por un singular personaje proveniente de esa ciudad del norte de Ucrania marcada por aquella dolorosa tragedia, un masajista con poderes casi mágicos que calma dolores corporales y angustias existenciales de unos cuantos clientes VIP de una esquemática urbanización de elite que luce sumergida en su propia realidad, ajena a lo que todo lo que pase fuera de sus límites.
La película va enhebrando cada uno de esos íntimos encuentros con los neuróticos pacientes de este terapeuta con fisonomía de bailarín clásico y un evidente magnetismo erótico como si fueran viñetas de un relato cargado de sugestión y viajes oníricos. Si hay algo que sobresale en Nunca volverá a nevar, más allá de la muy buena interpretación de Alec Utgoff (actor británico conocido por el papel del Dr. Alexei en la exitosa serie Stranger Things y que aquí se mueve con una plasticidad que lo erige en una especie de versión masculina de Irma Vep), es su inventiva visual para plasmar los recurrentes sueños que atraviesan la historia.
Por ese talento para crear imágenes poco convencionales y por lo general muy poderosas, por su acento en la sátira social y por su humor oblicuo, el cine de Szumowska -o al menos este film en particular- remite a la “trilogía de la vida” de Roy Andersson, una figura clave del cine alternativo sueco de los últimos veinte años. Es razonable deducir que esa fortaleza está íntimamente vinculada con el oficio y el talento de Michal Englert, director de fotografía que esta vez asumió el rol de codirector y se ocupó de dejar bien marcada su impronta con un virtuoso manejo de luces, contraluces y sombras. Aun cuando algunas veces roza el preciosismo, Englert claramente calculó al detalle cada encuadre para crear un clima general cuya cadencia se integra a la perfección con la aletargada dinámica de la narración.
Además de parodiar a la insularidad burguesa en la Polonia contemporánea, Nunca volverá a nevar funciona también como alegoría sobre el cambio climático. “Está ocurriendo delante de nosotros. En Polonia ya casi no cae nieve en invierno”, declaró la propia directora, interesada en transformar a esa riesgosa alteración de la temperatura en el planeta en un oscuro presagio. En definitiva, lo que simboliza ese colectivo de gente apesadumbrada, atada a la rutina y falsamente protegida de sus paranoias en un microcosmos aislado y en apariencia aséptico es el drama de lo que Szumowska define como “una humanidad sola, aislada, más obsesionada que nunca con la enfermedad en un mundo cuya lógica ya no tiene sentido”.