El ornitólogo es el último largometraje del cineasta portugués João Pedro Rodrigues, el cual le valió el premio a mejor director en el Festival de Locarno y puede leerse como una adaptación libre y personal de la vida de San Antonio de Padua, patrono de Lisboa. En la soledad del bosque, Fernando (Paul Hamy) observa meticulosamente la actividad de las aves del lugar, a la vez que registra sus apreciaciones en un grabador de voz. Si en un primer momento, el protagonista mantiene una rutina de trabajo que se caracteriza por un distante y metódico acercamiento con fines meramente científicos, un accidente en su canoa lo lleva al interior del bosque, donde es testigo de una serie de eventos que escapan a la lógica cotidiana.
A través de una puesta visual que recurre constantemente a la simbología religiosa (el sacrificio, la resurrección y la transfiguración, entre tantas otras), el director intenta reflejar el proceso por el cual el protagonista pasa de ser un científico ateo a un cristiano converso. Y lo hace de una manera poco convencional, recurriendo a situaciones cada vez más extrañas para un personaje que lentamente va entendiendo que tiene una misión más sagrada que científica. Es interesante cómo durante la primera parte de la historia, el registro fílmico de la naturaleza se caracteriza por un naturalismo acorde a la psicología del ornitólogo para, a medida que el protagonista va sufriendo la transformación espiritual, cambiar hacia una mirada más subjetiva y enrarecida por parte del director.
En cuanto a su desarrollo argumental, el cual exhibe el mismo grado de libertad creativa que el tratamiento visual, el filme pone en escena encuentros fortuitos (o no) que con el correr de los minutos van evidenciando una carencia de lógica y realismo cada vez mayores, entre los que se pueden mencionar la captura del protagonista por parte de unas turistas chinas que planean castrarlo, un encuentro homosexual entre el ornitólogo y un pastor sordomudo del cual no sabemos prácticamente nada, y, tal como narra la leyenda de Antonio de Padua, una predicación del protagonista a unos peces. Queda claro en este punto, que la búsqueda del director excede las limitaciones narrativas que presuponen un verosímil basado en la coherencia estrictamente lógica, intentando, por el contrario, crear un mundo sugestivo y personal a través de una apuesta que apela más a los sentidos que al intelecto.
Pero, también es cierto que incluso en el terreno de la fábula, algunas guías, aunque mínimas, son necesarias para poder identificarnos con el conflicto de los personajes. En ese sentido, la falta de un hilo conductor en la historia genera la sensación de que cualquier giro o aparición de nuevos personajes se encuentra en el espectro de posibilidades, haciendo que hasta el más extravagante hecho deje de sorprendernos. Más allá de eso, la idea de conjugar el imaginario religioso con lo salvaje y crudo de la naturaleza, pasándolo por el filtro de la subjetividad contemporánea, es por demás atractiva.