El relato comienza de manera prometedora, oscura, casi como un capítulo de La dimensión desconocida: un hombre que tiene un “depósito de objetos perdidos” recibe una valija encontrada en el fondo de un río, y dentro de ella, el cráneo de un bebé junto a ropa y otras pertenencias.
Segundos antes, el film se había ocupado de mostrar el celo de Mario, el protagonista (Álvaro Morte, el profesor de La casa de papel), por encontrar a cada uno de los propietarios de los elementos que llegan a sus manos, como una manera de conocer y darle conclusión a cada una de las historias que los habitan. Habrá en esa obsesión un hecho del pasado que lo motiva, que se irá revelando conforme avanza la trama.
O no. Porque si uno se detiene a pensar unos segundos podrá apartar de su mente el ropaje de policial negro que envuelve a una película como Objetos, y advertir el grueso sinsentido que brota de un guion más preocupado por el aspecto formal que por un contenido que lo sustente y lo lleve adelante.
El oscuro pasado de Mario, las motivaciones de la madre de la beba (Eugenia China Suárez, en un papel que no le representa un reto actoral), una subtrama relacionada al tráfico de recién nacidos que tiene a Jujuy como epicentro y a Daniel Aráoz como cabecilla, todo se sostiene con hilos tan delgados como inverosímiles. Tampoco ayuda la pereza en la construcción de vínculos entre los personajes, que habría favorecido un mínimo de empatía, entre ellos y con el espectador.
Los objetos no tienen alma si nadie se preocupa por darles un sentido de existir: algo parecido pasa con esta película.