En su tercer largometraje como director, Steven Knight parece querer hacerles un homenaje a El viejo y el mar y Moby Dick: en principio, todo se trata de un pescador obsesionado con atrapar a un atún gigante. Pero tal vez para no caer en el lugar común, el creador de Peaky Blinders quiso darle un giro a la historia y, alejándose de Hemingway y Melville, rumbea para el lado de la ciencia ficción: el resultado es un pastiche que no termina de ser ni chicha ni limonada.
Matthew McConaughey vuelve a su versión True Detective para interpretar a Baker Dill, un recio desencantado de la vida cuyo único amigo es el alcohol y su máxima motivación, capturar al mencionado pez.
Vive en una paradisíaca islita del Caribe, siempre corto de fondos por su inclinación a la bebida y su fijación con el enorme bicho marino. En eso está, entre su barco y la caña de pescar, cuando en su rutina irrumpe una mujer de ese pasado que él intenta ahogar en ron, acompañada por su violento marido.
Quedó dicho: en busca de originalidad, lo que hasta cierto punto es un guión convencional empieza a tomar ribetes absurdos, con algunas de esas vueltas de tuerca tan forzadas que requieren de una voz en off que las explique (y de esa manera les termine de quitar toda la gracia que podrían haber llegado a tener).
El drama de este hombre extraviado empieza a teñirse de misticismo y religiosidad, con toques de un erotismo berreta y un suspenso que no llega a ser tal. Un cóctel mortífero.
Las actuaciones de los oscarizados McConaughey y Anne Hathaway llaman la atención por lo esquemáticas y artificiales: cuesta creer que estamos ante dos de los actores más cotizados de Hollywood. A él, para empeorar las cosas, lo hacen mostrar su trabajado físico con cualquier excusa, como si los músculos compensaran la falta de sustancia de la historia.
Ella, como una caricatura de femme fatale de policial negro, debe haberse anotado uno de los peores trabajos de su carrera.