Por lo menos desde la serie Black mirror, la ficción sobre el simulacro se ha vuelto un género catalogado. Esa domesticación -que estalló con el lúdico capítulo “Bandersnatch”- debería alertar sobre el vaciamiento argumental y un nuevo estado de cosas donde la noción de vivir una vida irreal a lo Matrix o The Truman Show ya no es sorpresa.
La prueba de ese desgaste es Obsesión, el thriller de Steven Knight (Locke) que -fetichistas del desenlace, abstenerse de seguir leyendo- hasta su primera mitad puede aspirar a la absolución por asumirse simulacro de sí mismo: todas aquellas características que están haciendo del filme un espanto se revelan artificio.
Baker Dill (Matthew McConaughey, en modo Rust Cole de True detective pasteurizado) es un pescador tostado y musculoso de pocas pulgas que encara cada día una rutina déjà vu digna de Hechizo del tiempo al partir en su buque Serenity -tal el título original del filme- para pescar un atún gigante con el fanatismo del capitán Ahab y encamarse al ocaso con la experimentada Constance (Diane Lane).
Pero extrañas cosas empiezan a pasar en la isla de Plymouth: la llegada de una engalanada mujer (Anne Hathaway) pronto elucida que Dill no es el verdadero nombre del protagonista, que por si fuera poco esconde además un pasado en Irak y tiene un hijo con la dama. Maltratada por su marido millonario (Jason Clarke), ella le pide a Dill que lo mate a cambio de varios millones, y la encrucijada moral se ve sacudida por la aparición de un hombrecito de lentes, emisario de otro universo.
Los cabos sueltos apuntan hacia el joven Patrick, el descendiente de Karen y Dill enclaustrado frente a su computadora que contacta con su padre en una escena alegórica bajo el mar que deviene literal: ellos “están conectados”, el chico “escucha” a Dill a través de la PC, le advierte Karen.
La fotografía de Photoshop, los saltos exagerados del guion, los planos detalle abruptos y los personajes unidimensionales encuentran una momentánea fundamentación como invención del niño-dios Patrick, aunque la promesa del giro es también virtual: la segunda vuelta de tuerca será peor y comprueba la metafísica de manual de la película, cuyo único propósito parece ser el de exhibir las nalgas de McConaughey y constatar en su contra que la realidad virtual ya es cotidiana.