Un mar de lágrimas
Océanos es un documental y quiere documentar algo. Se nos muestran los mares, la variedad de formas de vida que albergan (¡albergan!), la majestuosidad de ballenas saltando con música clásica y la violencia de las olas que pueden destrozar un barco, para que con temor y temblor sintamos eso que hay de sagrado en una vida que nos precede por miles de años. Está bien. Hace de marco para la película el relato de un abuelo-voz en off al nietecito rubio, que aprende con asombro (y el nietecito rubio seríamos nosotros, absorbiendo sabiduría). Toda la marejada de imágenes juguetonas (animales en poses tiernas, delfines haciendo travesuras), violentas (tormenta con barcos, lucha entre cangrejo y bicho rarísimo que lo hace pedazos), impresionantes (matanza de delfines y ballenas) y toda la lista de adjetivos larguísima que podría inventarse, se va por un embudo hacia el mensaje, clarito como el agua, que la película quiere dejarnos. Hay que cuidar los mares, hay especies extinguidas, nuestra vida en la tierra depende de la vida en el mar, seamos responsables. Punto.
No se dice muy bien en qué consiste ese cuidar ni en qué consistiría esa responsabilidad (en una de esas no tirar detergente ni botellitas de Seven-up al río). No creo en ninguna ecología que no reponga relaciones políticas y que derive en la responsabilidad individual (el granito de arena) la salvación del mundo sin decir quiénes arruinan, cómo contaminan, qué países y qué legislaciones permiten esa contaminación, qué sistema económico necesita destruirlo todo para seguir creando, seguir creando qué. La ecología separada de la economía es como la moral abstracta: hay que ser buenos. El mismo grado de inutilidad, de bonachonería. Acá se pretende que el mundo se salva a golpes de belleza: qué lindo es el mar, cómo lo vamos a arruinar, mejor no lo arruinemos. Pero como se sabe, entre la intención más o menos explícita de una película y lo que las imágenes pueden hacer en los ojos del que mira, hay una distancia que se mide en muchas millas marinas. A bordo de la recepción se puede dar la vuelta al mundo, y la mar en coche (ejem, perdón). Por eso, Océanos me encantó, y lloré como hace mucho tiempo que no lloraba con una película (ni siquiera Toy story). Mares de lágrimas. Más allá del discurso, de la enseñanza del abuelo al nieto, o por el borde, hay algo que se derrama.
Océanos trata sobre el agua. El agua es muda. Para una humanidad perfeccionada (y alimentada) que pudiera entender la materia, bastaría con que una película ponga sus micrófonos al servicio de captar los mínimos ruiditos de las patas de los animales caminando por el fondo arenoso, o del agua chocando contra las piedras. La lección no pasa por lo que nos digan, sino por lo que se nos da a experimentar. Porque en el agua no queda otra que ser otro. Para eso sirve ver a los habitantes de ese medio tan diferente al nuestro, con su manera particular de moverse, con las posibilidades impensadas de la vida en un medio distinto, que siempre nos expulsa, aunque por un ratito se nos deje estar (no tengo aire). Hace siglos que los seres humanos –por suerte- imaginan otras vidas, y el cine es un medio poderosísimo para ensanchar nuestra experiencia, ese ensanchar de la mirada que se estira, a veces tan doloroso (medio: no tanto el martillo para clavar el clavo, sino lugar adonde estar). El agua también.
Hace más de diez años, cuando cursé Griego, el profesor nos enseñó una cosa o dos sobre un poeta que se llamaba Píndaro. Lo único que me acuerdo de Píndaro es un verso, que nunca supe por qué retenía pero que varios años después –en el medio me hice buzo- cae como una pieza en su lugar, y (¡qué alegría cuando pasa eso!) produce sentido. “Lo mejor es el agua”. Así empieza la primera de las Olímpicas de Píndaro. El profesor nos explicaba, me acuerdo, que hay múltiples hipótesis con respecto a ese comienzo, tan críptico, de un poema que después se va para otro lado. Mmm. Si fuera la que soy ahora y estuviera de nuevo en esa clase, levantaría la mano y le diría al profesor si quiere saber qué quiso decir Píndaro vaya y tírese en una pileta, en vez de pensar tanto. ¡Sáquese los zapatos! Claro que no funcionan así las cosas, pero qué lindo sería. Que exista una cosa transparente, que adopta la forma del recipiente que la contiene, que es imposible de agarrar de ningún modo pero que nos sostiene, y es de una suavidad imposible de verificar con segundas caricias, no necesita justificación.
Lo mejor es el agua. El agua es el lugar en el que la naturaleza se desnaturaliza a sí misma (sí, desnaturaliza, esa palabra que nos gusta usar para decir que se revela como tal la ideología), mostrando su variedad, su arbitrariedad, y cómo las formas que nos parecen fijas a fuerza de costumbre se revelan como ocurrencias casi azarosas de las que existen versiones similares y desconocidas (ah, ¿entonces nosotros, qué somos?). Y las personas, que somos parte de la naturaleza cuando no nos queda otra, en el agua no tenemos opción: o somos animales o somos animales, que tratan de adaptar sus manos con ese montoncito de dedos inútiles a la utilidad de una paleta. Pero también, en esa circulación distinta que permite el agua, se trata de una cuestión (meta) física. No quiero ni decir las dos palabras porque me niego a que sean distintas. Aprender a moverse de otra manera es aprender a pensar de otra manera, y para eso hay que cambiar de medio: tenemos que aprender a pensar con los pies. Para todo lo expuesto, Océanos hace lo que tiene que hacer: pone la cámara ahí, adonde no podemos ver, y con suerte se calla. Lo mejor es el agua, y el cine también (Píndaro no podía saberlo). Si por una vez las dos cosas se juntan, yo les digo que vayan.