Sola, fané y descangallada
A todo el mundo le pasa que frente a la posibilidad de ver ciertos films, uno se maneja (como en tantas otras cosas de la vida) con prejuicios, tales como que la franquicia per se no es muy atrayente: lo mejor que puede decirse de las tres historias anteriores del carismático estafador Danny Ocean, dirigidas por Steven Soderbergh, es que están bien, aunque este discreto halago sea más mérito de la versatilidad de su elenco que de la maestría de su realización. Por otra parte, el nuevo nombre a cargo de esta última entrega de la saga puede causar ciertos escrúpulos: el escueto currículum de Gary Ross como director se perfila con una impronta de inestabilidad, de la digna Alma de héroes (2003) –sobre la leyenda de Seabiscuit– a la vacua Los juegos del hambre (2012). Sin embargo, en general, cuando los resquemores son infundados, tanto mayor es el placer al descubrir que la película a la que tan reacio se asiste sorprende con su ingenio, su hechura y su belleza.
Este no es, sin lugar a dudas, el caso de Ocean’s 8: Las estafadoras. Esta nueva secuela de La gran estafa (Ocean’s Eleven) no solo confirma cualquier prejuicio acarreado a la sala de cine, sino también los profundiza y, de paso, le da un nuevo significado al concepto de insustancial. Del esquematismo hollywoodense y de su inclinación a esas fórmulas de guion de ya probada eficacia mucho se ha hablado. De su propensión, en más de una ocasión, a la estereotipia, el clisé y la ingenuidad, también. ¿Es que hoy alguien puede creer que porque se reemplaza todo un reparto masculino por uno femenino se está tomando una postura política comprometida o se está diciendo algo sobre el feminismo o el rol de la mujer en una sociedad contemporánea que aún ostenta un machismo anacrónico? Uno puede más bien sospechar (otro prejuicio devenido juicio) que se está siendo políticamente correcto y de la manera más burda.
Debbie Ocean (Sandra Bullock), hermana del protagonista anterior –papel interpretado por George Clooney–, tras salir en libertad luego de cinco años presa por una estafa con obras de arte pergeñada por su –en aquel momento– novio galerista y de la cual ella fue copartícipe (a pesar de que la narración intente ubicarla en el lugar de la víctima: que no haya delatado a su secuaz no la hace menos culpable), contacta a su antigua compañera de fechorías, Lou (Cate Blanchett), para poner en funcionamiento un nuevo y grandilocuente atraco. El botín será un especialísimo collar de diamantes que la casa Cartier guarda en una bóveda infranqueable (mujeres robando joyas, ¿really?) y que solo saldrá a la luz cuando una famosa actriz (Anne Hathaway) lo luzca en la súper exclusiva gala anual del Metropolitan Museum de Nueva York. Un golpe de tal envergadura necesita un equipo de especialistas: una hacker todo terreno (Rihanna); una afinada carterista (Akwafina); una diseñadora de alta costura con problemas financieros (una Helena Bonham Carter pletórica de mohines vetustos); una especialista en piedras preciosas (Mindy Kaling); y una –no queda claro su especialidad– vieja cómplice de felonías (Sarah Paulson).
Entonces, si se contabiliza siete criminales y si se tiene en mente el ocho del título de la película, hasta el menos avezado de los espectadores puede concluir cuál será una de las vueltas de tuerca finales de un relato que maneja un nivel de sofisticación rayano en la inexistencia. En este sentido, por ejemplo, en la postproducción al parecer decidieron que cuando una escena perdía ritmo introducirían una canción como para reaprehender el interés del espectador, lo que resultó en una banda sonora tan constante como intrusiva, que desvirtúa la importancia de la música, niega la necesidad del silencio y opera por iteración y pleonasmos fallidos.
La película hace gala de un guion tísico que apela a las arbitrariedades no como un recurso del lenguaje posmoderno sino como una falencia constitutiva de su deshilachada confección. La cita, por otra parte, injustificada, sobre la irrupción del street artist Banksy en el Met es una clara muestra de esta tendencia. El descangallo imperante de una trama fané, en las que unas hábiles estafadoras planean un robo buscando ideas en la revista Vogue (mujeres mirando revistas de mujeres, ¿really?) se ve intensificado por una puesta cinematográfica que nada le agrega y que, en todo caso, resta con su falta de pericia para sostener el entretenimiento, para afinar la cohesión de las escenas o para aprovechar los momentos lúdicos.
En medio de semejante desmadre, la constelación de estrellas protagónicas está sola, desamparada, y hace lo que puede con la nada que le han brindado. Ni siquiera se ha podido hacer una utilización eficaz de la aptitud para la comicidad que varias de las intérpretes poseen. Del talento de Blanchett, en particular, o de Hathaway apenas si se ve un chispazo; en cambio, la rigidez actual del rostro de Sandra Bullock parece haberse trasmutado a su actuación, carente de cualquier tipo de animación. Para colmo de males, toda la motivación de su personaje para cometer lo que en los términos de esta historia es el robo del siglo reside en tomar revancha de su antiguo novio y, de yapa, ganarse el respeto de Danny Ocean (ladrona se venga de amante y busca estar al mismo nivel que su hermano, ¿really?).
Cuando el dinero importa más que las ideas, y las actrices son llamadas a brillar y no a actuar, el resultado es este: una estafa descuajeringada que sirve como flaca excusa para un desfile de celebridades de Hollywood, vestidas en haute couture, con cameos innecesarios y pueriles. Pura brillantina y glamur, cero cine. Además, ¿a quién le puede caer muy simpático que la víctima del robo sea un museo al que asisten cientos de personas diariamente? No resulta aventurado por todo ello cualquier prejuicio que se pueda tener sobre Ocean’s 8: Las estafadoras. De hecho, aquí se confirma algo ya sospechado: la estupidez y la superficialidad no es solo dominio de hombres.