Poe, Lovecraft y “American Horror Story”
Nacido en Salem, Massachussetts, tarde o temprano Mike Flanagan (1978) tenía que terminar en el cine de terror. Oculus es la tercera del género, tras dos films iniciales hechos a los veintipico. En Argentina pudo verse, el año pasado, Ausencia (2011) que, estrenada en pleno Bafici, cuando los cañones cinéfilos apuntan hacia otro lado, pasó por carteleras como el título lo indica. Multiderivativa, Oculus hojea, como se verá, un poco a Poe, otro poco a Lovecraft, toma ideas de la serie American Horror Story y de las películas de tortura (la fascinación por los dispositivos mecánico-ingeniosos, no la tortura en sí) y coquetea con un costado de familia disfuncional. Todo, alrededor del clásico motivo genérico del objeto maldito. Como la Selección Argentina frente a Suiza, le cuesta amalgamar, queda librada a la invención de sus individualidades y éstas no es que estén en un día particularmente malo, pero tampoco del todo bueno. Con eso tal vez le alcance para ganar por la mínima diferencia.
Con guión coescrito por el propio Flanagan, la historia se narra en dos tiempos que, llegado un punto, comenzarán a confundirse y hasta fusionarse, el movimiento narrativo más audaz del film. Movimiento que está a un paso de volverse un círculo perfecto, pero Flanagan no llega a completar el dibujo. Acusado de un crimen familiar, un chico veinteañero, Tim, sale de una internación. Su hermana mayor, Kaylie (Karen Gillan, pelirroja y, por lo que puede verse, con obsesión por los bucles de peluquería), lo espera, con la intención de limpiar su pasado y, de paso, acabar de una vez con la maldición que trajo la tragedia a la familia. Tragedia que, según ella, reside en un antiguo espejo del siglo XVIII, que contendría a una entidad maligna, empeñada, en el curso de los siglos, en sembrar la locura en cuanta mansión lo instalen.
Como de pequeños Kaylie y Tim intentaron romperlo a palazos sin lograrlo, ahora la obsesiva Kaylie ha instalado un sistema mecánico-electrónico, con un ancla colgada del techo que, en el momento indicado, deberá pendular (de allí el recuerdo de El pozo y el péndulo), haciendo trizas el maldito cristal. Como una proto científica loca (loca por lo tecno), Kaylie instala el espejo, el ancla, una cámara para filmar todo y todo un sistema de monitoreo en una de las habitaciones de la casa, a la que convierte en gabinete. ¿El gabinete de la doctora Kaylie? En la antigua casa familiar, los hermanos intentarán reconstruir la tragedia que los tuvo por protagonistas, siendo paulatinamente hechizados por sus recuerdos, hasta el punto de no poder distinguir (coté American Horror Story) entre lo que sucede y lo que imaginan que sucede.
Allí, en el pasado, un hombre también fue progresivamente capturado por el horror, encerrado en su habitación en compañía de lo otro, como en cualquier relato de Lovecraft. Puntas que no terminan de desarrollarse: el paralelismo entre ambas formas de obsesión; la de Kaylie, que la pone al borde mismo de la locura (cuando se supone que es la heroína), esa circularidad temporal que queda en brochazos. Con actuaciones apenas funcionales, no le sobra clima a Oculus, que tiende a mantenerse dentro de una suerte de “naturalismo sobrenatural”. Algo desconcertante, que puede ser interesante o no, según el gusto de cada uno.