A cierta edad, la gente empieza a temerle al espejo por cuestiones de arrugas, calvicie y demás. Los Russell también pero, a diferencia del resto, lo culpan de sus desgracias. El tercer largo de Mike Flanagan en apenas dos años, que cierra una suerte de tríptico sobre fuerzas espectrales, es un recreo para fans del género resignados a tanto estreno sustentado en guiones obvios y bombardeo audiovisual. Oculus no brilla por su originalidad, pero golpea a tiempo y envuelve desde el comienzo, con flashbacks de una masacre y la excarcelación de Tim Russell, diez años después, acusado de haber matado a sus padres. Tim es convocado por su hermana Kaylie para revisitar estratégicamente la casa donde ocurrió el parricidio, no sin antes recuperar, gracias a su empleo de subastadora, un objeto clave: el espejo que enajenó a la familia y a otras por generaciones (digno decorado, pudo haber sido, de la mansión que enloqueciera a Jack Nicholson en El resplandor). Flanagan inquieta al darle vida al espejo; allí se reflejan imágenes que alteran y encima Kaylie lo provoca con mascotas, sensores de calor y cámaras de video. Aunque la osadía cede y el final no está a la altura de su debut Absentia, Oculus confirma a Flanagan como un realizador personal dentro de uno de los géneros más trillados.