El malvado resplandor
Un espejo medieval arrastra un siniestro secreto con desgraciados propietarios.
Tomen lápiz, papel y anoten: Mike Flanagan. El joven director que debutó con la asfixiante Ausencia, se está haciendo un lugar -a los codazos- entre los nuevos cineastas de un género raquítico de ideas.
Oculus es de esas películas que no empieza nada bien (muy predecible) pero después remonta. Un milagro en cuanto a terror/suspenso se refiere. El primero.
Los atormentados hermanos Russell se juntan luego de mucho tiempo, él (Tim, por Brenton Thwaites) sale de un orfanato para rehacer su vida. Para recibirlo y tenderle una mano está Kaylie (Karen Gillan), su hermana, que le regala plata, consigue alojamiento y un trabajo. Otro milagro.
La muchacha, desde el vamos, parece muy compenetrada con el trabajo de Flanagan, con un guión dominado por las miradas y por maquiavélicos espectros que salen de los espejos. Ella siempre mira fijo, parece que no pestañea. Su hermano, entre asombrado y asustado, obedece a los designios de Kaylie, quien trabaja en el mundo de las subastas.
Ojos bien abiertos para un filme que, en cuatro planos, muestra tres espejos diferentes, como si el director señalase con el dedo hacia dónde ver. Y así llega un espejo medieval de 1754 que arrastra un siniestro secreto con una colección de desgraciados propietarios.
Plantas que se pudren en la casa, filmaciones para captar espectros (no olvidemos que detrás de Oculus están los productores de Actividad paranormal), imágenes perturbadoras en primer plano de las víctimas y tanto Tim como Kaylie que desean descubrir el secreto de un espejo que los atormentó de pequeños. ¿Cómo? Sí, Flanagan tomó la gran decisión de coser una trenza cinematográfica entre pasado, presente y futuro donde los jóvenes ven (a través de espeluznantes flashbacks) brutales experiencias de sus padres: convivir con el siniestro resplandor. Y ellos siendo tan sólo unos niños.
Por momentos el espectador no sabrá en qué espacio temporal navega el filme.
Oculus posee un ritmo vertiginoso, brusco y, a veces, tan desmedido que tanto los adolescentes como sus “dobles” infantiles, se tocarán. Siempre perseguidos por lúgubres fantasmas con ojos espejados (¡intimidantes!) que harán mirar de reojo al espejo que uno tenga cerca.