Clooney se pone solemne
Operación Monumento sumó un elenco de figuras para contar la historia de una brigada de expertos en arte que tienen la tarea de rescatar obras robadas por los nazis. Pero vacila entre el humor amistoso y el drama humano de la guerra.
George Clooney sólo por ser George Clooney merece una estrella adicional en cualquier cosa que haga, ya sea como actor, como director o en ambos roles al mismo tiempo. Encarna lo mejor de dos tradiciones del cine norteamericano no tan opuestas como quisiera hacernos creer cierta policía ideológica: la del star system y la de la independencia creativa en el interior mismo de la industria.
Es, además, quién puede dudarlo, un elegido de los dioses o de la fortuna: parece un galán de la década de 1950, piensa como un demócrata del siglo 21 y posee un carisma que resulta irresistible para mujeres tan distintas como Julia Roberts o Meryl Streep (la prueba: la ceremonia en que le entregaron el premio Stanley Kubrick, el año pasado).
Esa disposición a que el mundo le extienda una alfombra roja bajo sus pies tiene un correlato material en la cantidad de proyectos en los que Clooney parece haber participado sólo para divertirse con su banda de amigos, desde la exitosísima saga de Ocean, pasando por Los hombres que miraban fijamente a las cabras, hasta esta Operación Monumento
Aquí se junta de nuevo con sus compadres Matt Damon y John Goodman y les suma un elenco de figuras internacionales: Bill Murray, Jean Dujardin, Hugh Boneville, Bob Balaban y a Cate Blanchett como figura femenina. Todo estos muchachos componen una extraña brigada de expertos en arte que tiene la tarea de rescatar obras robadas por los nazi de museos, iglesias y domicilios privados de judíos de Europa al fin de la Segunda Guerra Mundial.
Si bien está basada en hechos reales, la reconstrucción es ficcional y, por eso mismo, por su obvia intención de no ser una película histórica o documental, sus problemas narrativos quedan más expuestos. Por empezar, el protagonismo está demasiado repartido, como si Clooney hubiera querido distribuir de forma equitativa el tiempo de actuación de cada estrella, lo que no sería un defecto en un relato coral, pero sí en este caso, en el que la acción va en un único sentido.
Tampoco encuentra el tono apropiado para contar su historia. Desde el principio, vacila entre el humor amistoso y el drama humano de la guerra, con más de un desvío hacia el terreno minado de la solemnidad, en especial cuando el mismo personaje interpretado por Clooney, el teniente Frank Stokes, se permite parrafadas sobre la importancia del arte para la supervivencia cultural.
La corrección política, el reverencial fetichismo hacia las obras maestras y la afición a pasarla bien entre amigos hacen que todas las virtudes de Clooney -autor de esa maravilla que es Confesiones de una mente peligrosa- muestren su reverso y muten en un raro defecto en este artista que siempre merece una estrella más.