De monumental a pochoclera.
Basada en un libro de Robert Edsel, la película narra la historia de los hombres de distintas naciones encomendados a salvaguardar las obras más relevantes del arte occidental, tanto de la destrucción de la guerra como de los “robos ideológicos”. Estos arquitectos, curadores, especialistas en arte y hasta soldados son reclutados en la película en misión especial de los Estados Unidos por Frank Stokes (George Clooney).
La originalidad del planteo de Clooney, quien se encuentra ahora en el pico de su carrera y desde hace más de diez años nos sorprende como director con grandes entramados narrativos y visuales como Confesiones de una Mente Peligrosa, está en haber retratado la Segunda Guerra Mundial desde un lugar que -como vimos hace poco en Ladrona de Libros- no había sido suficientemente analizado, el lugar que juega la cultura y el progresivo borramiento de la historia a la que nos sometió el nazismo.
En efecto, el final de la Segunda Guerra se ceñía sobre el mundo y Hitler estaba pensando en crear el “Museo del Führer”, donde llevaría las obras más grandes del Siglo XX, entre ellas obras de Picasso, Rembrand, Da Vinci, Miguel Angel, etc. La tesis parece ser brillante: además de las muertes de la guerra, del despojo humano y material, Hitler quería despojar a la civilización de su historia cultural, aún luego de su muerte (en caso de morir, habría ordenado quemar las obras más importantes del arte occidental hasta dejar al mundo sin raíces). Un mundo que no recuerda su cultura es precisamente un mundo deshumanizado, despojado de todos los avances de la razón iluminista y por ende fácilmente manipulable, gobernable, un mundo enfrentado a una sequía de historia. Una segunda tesis que se entreteje en la trama pasa por la comparación constante entre el valor de la vida humana y el valor de la obra de arte, como encarnación de la manifestación más alta del espíritu humano.