Gran parte de las leyendas de la Segunda Guerra Mundial fueron construidas a través del cine, con innumerables películas centradas en los avatares bélicos que agigantaron la épica y el heroísmo de las fuerzas norteamericanas. Especialmente las del Día D, cuando el desembarco en Normandía produjo el principio del fin para el régimen de Adolf Hitler.
Pero, cuando parecía que estaba todo dicho, aparece J.J. Abrams para mostrar que no, que siempre puede dársele una vuelta de tuerca a un asunto conocido y convertirlo en algo distinto e inclasificable. El director es un ilustre desconocido llamado Julius Avery (su único largometraje previo era Son of a Gun). Abrams oficia como productor, pero su huella artística es indisimulable: la película, como él, entiende como pocas en el cine de Hollywood actual el sentido de la aventura.
Operación Overlord empieza en los minutos previos al lanzamiento de un grupo de paracaidistas cuya misión es adentrarse en terreno francés para destruir una antena de comunicación en la torre de una iglesia. Entre quienes saltan está Boyce (Jovan Adepo), un soldado afroamericano tímido y bondadoso que se opone a la personalidad avasallante de su superior Ford (Wyatt Russell). Ellos y el resto de un grupo diezmado se adentrarán en un pequeño pueblo francés muy cercano a la Iglesia donde se cruzarán con Chloe (Mathilde Ollivier), una lugareña de armas tomar en la que en principio desconfían pero luego se vuelve aliada albergándolos en su casa.
Desde una habitación entrecerrada el grupo escucha las quejas de la “abuela enferma”. Quejas que son más bien sonidos guturales impropios de una anciana. Lentamente esta cuestión empezará a tomar más peso dramático, sobre todo después de que el buenazo de Boyce logre ingresar a la iglesia para descubrir que, en realidad, la antena es lo menos importante que esconden los nazis. Allí encuentra un sofisticado laboratorio en el que realizan experimentos destinados a revivir a los soldados mediante una inyección que contiene una sustancia que circula bajo tierra.
Si todo lo anterior suena a delirio, es porque lo es. Pero Avery y Abrams tienen una convicción enorme en lo que cuentan y construyen un relato magnético cuyos hilos son por momentos demasiado visibles (los last minute rescue están a la orden del día), pero que en otros toma caminos inimaginables. El resultado es una película clásica en su espíritu a la vez que moderna en su estructura nutrida de múltiples géneros, una muestra de que entretenimiento e inteligencia no siempre van por carriles separados.