Si algo demostró J. J. Abrams desde el éxito de Lost son sus grandes habilidades como constructor de narraciones, su devoción por el Hollywood clásico y sus mitos, y esa insistente predilección por encerrar las intrigas en un infinito juego de cajas chinas. Operación Overlord aparece presidida por el sello de Bad Robot y el lugar de Abrams como productor se intuye en la concepción firme -casi inquebrantable- del héroe, en el vértigo del montaje -sobre todo en la escena aérea inicial- y en el uso insistente de la música.
Ambientada en las vísperas del desembarco en Normandía y situada en un pequeño pueblo francés que se convierte en eco de toda la guerra, el espíritu de la película asume la monstruosidad nazi como algo vigente, imperecedero. Por momentos pareciera que estamos en los años 40 y en la pantalla reaparece el llamado desesperado de Corresponsal extranjero, de Hitchcock o las ominosas presencias de El hombre atrapado, de Fritz Lang. Allí, lo previsible no deja de ser efectivo y el pulso del relato hace que esa vivencia se experimente como actual.
A medida que avanzan los minutos, la película se desliza desde las trincheras y los disparos del cine bélico hacia los oscuros territorios del terror, situados en el seno de una iglesia que es objetivo de una misión, pero también refugio de aberrantes ideales. En ese juego con el gore como exposición última del Mal, algo se hace excesivo, como si nuestra imaginación resultara mejor que cualquier posible descubrimiento. Algo de ello pasaba en Lost: al final eran mejores el humo negro y los sonidos de la isla que cualquier trascendental revelación.