A esta altura, la historia del tipo muy común, que es, sin saberlo, un perfecto superasesino oculto, se ha vuelto un lugar común en el cine de acción. Algo nos dice del mundo, sin dudas, que se desconfíe del Estado, capaz de transformar al humano en arma. La variante en esta película es que el “arma” es un postadolescente fumón, en las antípodas del agente que lo persigue. El contraste funciona porque los actores (J. Eisenberg, K. Stewart, T. Grace) entienden el juego, mantienen a rajatabla las constantes de sus roles y nos convencen de existir. Y porque las secuencias de acción son en general muy buenos gags físicos. Esos elementos apartan la película de la repetición y le permiten a la vez decir algo perturbador respecto del mundo en que vivimos: que no sólo no estamos solos, sino que nuestra libertad es una especie de ilusión de la que sólo cierta incorrección política puede despertarnos.