El primer minuto de “Operación Zulú” tiene un gran poder de síntesis en el más amplio de los sentidos, pero además sirve de preaviso para que el espectador se acomode al nivel de brutalidad de la que será testigo en este policial.
Sudáfrica. 1978. Pleno Apartheid. Un niño ve a través de su ventana como su padre sufre la cruel tortura del neumático incendiario. El hombre está literalmente prendido fuego. El niño echa a correr. A sus pies descalzos se le superponen otros en zapatillas y sobre una cinta para correr tipo gimnasio. Esta elipsis nos traslada a 2013. El detective de homicidios Alí Sokhela (Forest Whitaker) hace ejercicio con ese dolor y horror a cuestas. Corre sin moverse, corre para siempre. Poco después se encuentra frente al cadáver de una niña brutalmente asesinada a golpes. El detective Brian Epkeen (Orlando Bloom) se encuentra con tremenda resaca, al lado de una mina de cuyo nombre no tiene idea y en franco estado de abandono. No parece importarle mucho estar vivo (baja desnudo a la cocina y mantiene un “diálogo” con su hijo adolescente, le tira whisky al café, fuma todo el tiempo, etc.), pero es el partenaire de Alí y juntos, con su pasado y presente a cuestas, verán en el asesinato que investigan la punta de un peligroso iceberg que involucra a gente de todos los estratos sociales y políticos de esta Sudáfrica post Mundial 2010.
Este policial amaga con ser una “buddy movie” por el nivel de contraste de personajes protagónicos, muy cerca de la gran “Arma mortal” (Richard Donner, 1986). Pero la idea es otra. La película intenta con su extrema crudeza y violencia acercarse a un panorama realista de la vida después de Mandela. Un registro cercano a “Ciudad de Dios” (Fernando Meirelles y Kátia Lund, 2002) por su conexión con personajes marginales, pero tomando la investigación como una forma de destapar la olla del mundo de las drogas primero, y de la hilachas de un pasado doloroso que parece arraigado a un odio desmedido. En este sentido no hay concesiones sobre la crudeza de las escenas de violencia, porque el asesinato de una chica, blanca, bonita, de clase alta, es la punta de un iceberg que amenaza con hundir a varios merced a una nueva droga llamada Tik (o algo así), que se inventó en su momento para aniquilar a los negros por su alto nivel de toxicidad y efectos secundarios extremadamente agresivos (acá sería como el paco).
El guión de Julien Rappeneau y Jérôme Salle, basados en el libro de Caryl Ferey, tiene como ventaja principal el construir muy bien a todos los personajes, pero con especial foco en los protagónicos. Fuera de lo que es la investigación, hay dos subtramas muy fuertes que operan sobre el presente sórdido y oscuro de ambos, como si no tuviesen demasiado con un caso que claramente los desborda. Se trata de la desarmada y disonante vida familiar que cada uno lleva a cuestas. Hay momentos en los que el espectador se preguntará con justa razón si hay algo más que les pueda pasar a estos tipos como para hacer cartón lleno.
Pese a todo, no deja de aparecer el humor que surge desde la catástrofe; un par de gags bien puestos y con buen timing para quien sepa entrar en el código propuesto por el director Jérôme Salle, cuyo antecedente más inmediato fue el guión de “El turista” (2010), lo que es conveniente pasar por alto para evitar rechazos por currículum vitae. Además, todo en este guión funciona y donde pareciera haber excesos, simplemente es coherencia con la propuesta.
Un policial duro, bien filmado y con varias escenas que se paladean rato después de verla
“Operación Zulú” es de lo mejorcito estrenado en el género.