Un modo de ponerle belleza a la vida.
Con una formación inusual, en la que aerófonos como quenas y sikus conviven con violines, contrabajos y bombos, la Orquesta El Tambo se constituyó con alumnos de la Escuela 188 del barrio homónimo de La Matanza y hoy ya cuenta con una segunda generación de integrantes.
Hay películas que no se destacan por su forma, sino por la experiencia de la que dan cuenta. Es el caso de Orquesta El Tambo, la música en buenas manos, que presenta al espectador un hecho tan loable que no salió nunca en ningún noticiero. Se trata del Programa Social Andrés Chazarreta de Música Latinoamericana, emprendido en 2006 en barrios carenciados de catorce provincias argentinas para promover el conocimiento musical en medios que no contaban con él. Uno de ellos es el Barrio El Tambo de La Matanza, levantado sobre tierras fiscales improductivas que fueron adquiridas por una cooperativa. Con una formación sumamente curiosa, en la que aerófonos como quenas y sikus conviven con violines, contrabajos y bombos, la Orquesta El Tambo se constituyó entre los alumnos de la Escuela 188 de ese barrio, a iniciativa del insospechable Luis D’Elía, a la sazón docente del establecimiento. Al día de hoy la orquesta, dirigida por el maestro Carlos Álvarez, cuenta con una segunda generación de integrantes de entre 7 y 14 años, en cuyas manos los instrumentos resultan a veces de tamaño gigante.
El esquema de representación elegido por los realizadores Líber Menghini y Jorge Menghini Meny es el más tradicional del documental: filmaciones en tiempo presente más declaraciones a cámara. Una lástima, ya que el tema era ideal para recurrir a técnicas de cine directo que registraran ensayos, indicaciones del director, vida familiar de los chicos-músicos y, por qué no, vida escolar, que aquí está enteramente ausente. Así como está no es que esté mal, pero la cuestión es qué se prioriza: si los hechos o las declaraciones. Aquí está claro que es lo segundo, con el inconveniente agregado de que a la mayoría de los chicos la expresión oral no se les da fácil, lo cual lleva a redoblar la pregunta. Igual, puede que les cueste la expresión oral, pero no la facial. No a muchos de ellos, al menos. No tienen desperdicios las sonrisas que no puede impedir el chico cuya madre cuenta sobre su obsesión de 24 x 7 con el violín recién descubierto. O la de la contrabajista que quiere tocar “en un teatro grande, con gente grosa”. O la del pibe que se plantea que la opción es entre el fútbol y la música.
Si en términos estéticos llega con lo justo, éticamente le sobra a Orquesta El Tambo. No hay el menor indicio de pobrismo, miserabilismo, buenismo, paternalismo ni ningún otro ismo en la película de ambos Menghinis. Si no fuera porque en un momento alguien lo señala de modo colateral, ni nos enteraríamos de que muchos de estos chicos son hijos de padres de- socupados, que viven de planes sociales. Los padres y madres que aparecen ante cámara son dignos, orgullosos de su condición, contenedores y articulados. ¿Producto de una cuidadosa selección por parte de los realizadores? Es muy posible, coherente en tal caso con un cierto punto de vista. Es buenísimo que en lugar de salir a robar, o a prostituirse, o a fumar paco, los chicos toquen huaynos, merengues, candombes o bambucos. El tema es que además lo hacen bien: la Orquesta El Tambo no representa una actividad recreativa o terapéutica sino una auténtica formación musical intensiva.