Un mismo lugar, la selva colombiana, para la vida de tres mujeres cuyas historias nunca se entremezclan, si bien comparten un tiempo, un lugar y un mismo dolor.
La primera de ellas es víctima de la lucha entre la guerrilla y las fuerzas paramilitares; toda su familia ha perecido a merced de esta contienda y ella vive en estado de total alerta, nerviosa, atenta a cualquier ruido o cambio en su precaria vivienda que pueda indicar una no anunciada intrusión. Este es quizá uno de los roles mejor acabados del film, que circuló nominada en varios festivales de cine independiente.
La segunda es víctima de un guerrillero, sufre frecuentes dolores por las violaciones y debe atender a “su hombre” junto al resto de los compañeros, ya sea para facilitarles un lugar donde descansar o prepararles la comida.
La tercera es la más fálica del trío. Se trata de una guerrillera narcotraficante que junto a su pareja quema una fosa con cuerpos de (presumiblemente, militares) asesinados y luego sigue el periplo en una camioneta, realizando intercambios en casas por aquí y por allá.
La cinta colombiana, una coproducción de aquel país con Argentina, Alemania, Holanda y Grecia, posee la peculiaridad de no poseer diálogos, y es que con sus imágenes basta. Es un largometraje duro, de poesía visual aciaga, de planos fijos, donde todo es pasividad y amenaza, y donde la única salida es el escape a la ciudad. Vale la pena acercarse a este Oscuro animal, pero con los canales de serotonina recargados.