“El silencio no existe en el cine ni en el universo, afortunadamente. El silencio es nuestra manera de reconocer algunas ausencias sonoras. Entro a mi casa y digo ‘Qué silencio’. Pero si presto atención, ya escucho la heladera, algún vecino lejano, el perro de la panadería, una motito doblando la esquina… y puedo estar toda la noche identificando sonidos distintos en medio de eso que al principio me pareció: ‘Qué silencio’.
¿Y entonces qué es lo que me llevó a pensar en el silencio? Quizás la ausencia de alguna voz en particular. Entonces, ¿qué es el silencio en el cine?: es generar en el espectador ausencias, una tarea apasionante”.
La opera prima de Guerrero también se proyecta en el Centro Cultural Leonardo Favio de Río Cuarto, Córdoba, en el Cine Teatro Pico de General Pico, La Pampa, en el Centro Cultural José Hernández de Rawson, Chubut y en el Centro Cultural Cotesma de San Martin de los Andes, Neuquén.
Vale recordar la declaración periodística de nuestra Lucrecia Martel para recomendar Oscuro animal, primer largometraje del montajista bogotano Felipe Guerrero, que desembarcó el jueves pasado en el BAMA. De hecho el silencio -o, mejor dicho, la compaginación de sonido ambiente con la reproducción segmentada de algunas pocas canciones- es uno de los principales motores narrativos de esta película sobre el devenir de tres mujeres víctimas de la violencia (para)militar que hace décadas azota a Colombia.
Ni Rocío ni La Mona ni Nelsa pronuncian palabra durante la hora y cuarenta minutos que dura esta ficción inspirada en la lucha entre grupos armados en territorio rural y amazónico. Las actrices Marleyda Soto, Jocelyn Meneses y Luisa Vides soportan primeros planos mucho más exigentes que la interpretación de cualquier parlamento. Es que sus personajes interactúan menos con otros seres humanos (verdugos y más víctimas) que con el predador insaciable que las acecha desde el fuera de campo.
Guerrero encuentra en el silencio -de las protagonistas- la expresión más elocuente de un sufrimiento inenarrable, y en la selva frondosa la dimensión de la oscuridad donde la (sin)razón engendró y sigue alimentando al monstruo en cuestión. Eso que no se dice y eso que no se ve adquieren una fuerza narrativa arrolladora, por momentos difícil de tolerar.
El título del largometraje adelanta el protagonismo acordado al oscuro animal, único personaje que interviene en las tres historias enhebradas con meticulosidad de (buen) montajista. Esta representación poética de la violencia evoca el recuerdo del “monstruo grande” que León Gieco retrató en la canción Sólo le pido a Dios.
No cabe duda de que, como Martel, Guerrero también entiende que el silencio -o mejor dicho la ausencia de determinadas voces- interpela, incluso desafía, al espectador. En este caso, lo sumerge en el desamparo y en la desolación de tres sobrevivientes, no sólo de distintos tipos de agresión (homicida, sexual, psicológica), sino de una suerte de éxodo por goteo.
Aunque -o porque- son abiertos, los epílogos acordados a cada una de las tres crónicas inspiran cierta ilusión reparadora. Acaso ésta sea la única concesión de una película exigente, también para el público.