Humor negrísimo y desaforado: un poco de respiro ante el miedo que reina en los cineastas a la hora de pensar, primero, en no ofender a nadie. Elizabeth Banks, cada vez mejor directora, cuenta aquí cómo un oso por accidente consume kilos de cocaína y desata un desastre sangriento, vertiginoso, violento y, sobre todo, cómico. A través de esta historia mínima, lo que vemos es una sociedad paranoica a merced de una amenaza impensada (¿les suena a algo reciente?) y Banks decide ir a fondo y mezclar la sangre y los pedazos de carne con la risa gigante y despreocupada. Lo que, considerando el estado melindroso del cine de hoy, es ya un valor a respetar. Hay algo de esas comedias corales a lo El mundo está loco, loco, loco en lo que Banks logra realizar aquí, inspirada -créalo o no- en una historia real. Una película que además nos ofrece una sana reflexión: pensar qué es aquello que nos desencadena la carcajada, cómo la peor desgracia puede ser, desde la distancia justa, un motivo para la comedia.