El director Mike Flanagan se confirma como un artesano del susto en esta nueva película.
La distinción entre hacer una película de terror y películas con simples escenas de susto puede ser útil para entender la manera dominante de abordar el género. En la tradición más interesante del terror, el susto es algo integral, surge de una situación y contribuye al desarrollo de la historia; el susto se incluye sólo para reforzar el argumento.
Sin embargo, el paradigma que triunfó en Hollywood es el del susto que obtiene resultados rápidos, el que impone el miedo a la fuerza, a través de recursos violentos y fugaces. Hoy es más probable que reaccionemos ante el imprevisto, ante las sorpresas de un “inspirado” director¸ y que nos impacientemos ante la situación terrorífica controlada y el clima de expectativa. El factor decisivo ya no es la inoculación del miedo mediante la puesta en escena, sino la calidad del susto en sí.
Al igual que James Wan, Mike Flanagan (Oculus, 2013) también es un talentoso artesano del susto. Sus películas son buenas porque, de algún modo, logran mantener un pie en cada una de las dos vertientes señaladas, y a veces hasta juega con elementos de distintos géneros, como en Somnia, su anterior película (también estrenada este año).
En Ouija: el origen del mal, Flanagan se toma todo el tiempo del mundo para presentar a sus personajes, construir la atmósfera, ambientar la época (fines de 1960) e ir desarrollando de a poco la trama, haciendo que la tensión y la sensación de miedo vayan creciendo lentamente.
El problema es que cuando se cruza a la vereda del susto, abusa del efecto sonoro y no es capaz de intentar nuevos trucos o vueltas de tuerca.
Tampoco toma riesgos formales. Por el contrario, recurre a los lugares comunes más trillados del género: la escena de la sábana que alguien desliza mientras un personaje duerme, la mirada terrorífica de una niña, una casa con un televisor encendido y luces tenues, escaleras, sótanos.
Esta especie de precuela de Ouija, de 2014, transcurre en la década de 1960 en Los Ángeles y tiene como protagonistas a una viuda que se gana la vida como espiritista y a sus dos hijas menores, quienes la ayudan en las fraudulentas sesiones. Un buen día la mujer compra la tabla Ouija para comunicarse con su marido, pero la traviesa hija menor se pone a jugar con el tablero y libera a un espíritu maligno.
Si bien es innegable su capacidad para la sugestión y su manejo del suspenso, Ouija: el origen del mal es sólo una película convencional y correcta, que cuenta con un par de momentos buenos y otros en los que cae en todos esos absurdos convencionalismos con los que se pretende tornar verosímil una situación.