Los Ángeles, 1965. Alice (Elizabeth Reaser) vive junto a sus dos hijas (Annalise Basso y Lulu Wilson) en la casa que su marido recientemente fallecido les dejó como herencia. La mujer, algo chanta, trabaja leyendo manos con poco éxito, hasta que un día decide expandir su negocio y compra una ouija. Las tres reglas son claras: jamás hay que jugar solo ni en un cementerio y no hay que irse sin decir “adiós”. Y, ¿qué es lo primero que hace la madre? pone el tablero sobre la mesa y arranca sola, lo mismo que después hará la más pequeña de sus hijas. Sin respetar las reglas, las cosas entonces comenzarán a ir de mal en peor.
Con una estética sixties, la película se desarrolla centrándose en Doris, la menor de las hermanas, una rubiecita con cara tierna -lugar común que siempre resulta cuando hay niños de por medio en las películas de terror- que tiene la posibilidad de hacer de medium y comunicarse con los espíritus que se convocan a través de la ouija. El primero es el de su padre muerto en un accidente de tránsito y el de un “nuevo amigo”, ese con el que conversa y la ayuda con los deberes de la escuela -no en vano sus compañeros de curso la tildan de rara.