Atrapados en Kansas
Una decadencia también puede ser anunciada con los materiales más sofisticados. Podría decirse de Oz, el poderoso que llega un año tarde, porque sin problemas pudo haber sido estrenada con La invención de Hugo y El artista y, junto a ellas, haber competido en el Oscar 2012 y su clima de “amor por el cine”. Las tres, distintas, se parecen en algo importante: dan cuenta del agotamiento de un lenguaje que, de una forma u otra, no puede evitar mirar hacia su propio pasado y hablarse a sí mismo. El trío, también, no solo tematiza el cine sino que también juega sin pudor con sus formas. En cierta medida, se trata de un estertor coordinado, como si las tres, cada a su manera, se hicieran eco de las mismas tensiones y el mismo desgaste, que consiste básicamente en adoptar una postura melancólica y añorar los comienzos, cantar a la inocencia de las primeras películas (y de los primeros espectadores), manifestar que el cine supo hacer del mundo un lugar mejor. Aunque sea por omisión, lo que estas películas dicen es que el cine ya no sirve para nada que no sea el cine mismo, y que si alguna vez hubo un intercambio dinámico, real entre los dos lados de la pantalla, hoy ese diálogo está truncado; las películas están condenadas a monologar, ya no hay camino que comunique Kansas con Oz.
Decíamos materiales sofisticados. Oz, el poderoso es un catálogo de prodigios digitales, hasta el punto que China Girl, la muñequita de porcelana, debe ser uno de los personajes más increíbles que jamás se hayan animado. Sam Raimi crea un universo de cero y lo expande indefinidamente: Oz revela una tras otra sus capas de colores, plantas y paisajes. No hay imposibles en materia de imagen; si la estética hace acordar a Alicia en el País de las Maravillas, el cuidado puesto en la construcción de ese mundo y en cada uno de sus detalles supera por lejos la tosca invención de Tim Burton. Por otra parte, la batería digital que pergeña el director se sustenta a sí misma con bastante coherencia: Oz, el poderoso habla del espectáculo como engaño, como artificio, y la puesta en escena lo expresa en cada plano (sí, se nota el abuso del digital; es algo buscado, intencional).Entonces, el discurso de la película y su forma parecen estar adecuados armónicamente uno con el otro, pero no así con el relato. Cuánto más profundo y matizado se muestra Oz, más chatos y faltos de relieve resultan los personajes. La mayoría es lineal, no cambia demasiado porque tampoco presenta desde el principio ninguna clase de tridimensionalidad; incluso el embustero-de-buen-corazón que trata de componer James Franco deja entrever su bondad desde el principio, como si el actor fuera incapaz de convencernos de la mentira que supuestamente creen los personajes (así, el falso mago se mantiene siempre más o menos igual, un aburrido pillo de gesto amable).
La tierra que produce el director de Evil Dead funciona como un espejismo: parece un lugar maravilloso, pero es inalcanzable porque no hay personajes que sirvan de vehículos para recorrerla. Uno llega a Oz como espectador que mira, nunca como un aventurero que, a la par de los protagonistas, habita ese país. El cine exhibe un poco ostentosamente la que seguro sea su capacidad más fundamental: la creación de mundos. La exhibe porque, al no haber personajes con verdadera carnadura con los que podamos identificarnos o sentirnos cercanos, la película no invita al espectador a entrar realmente ese país. Como si eso no fuera poco, Oz, el poderoso tiene la ocurrencia (no sé si la idea proviene de los libros de Frank Baum) de hacer del cine un elemento pivote en la trama, la herramienta con la que el protagonista puede liberar a sus amigos de la tiranía de las brujas. Oscar es poderoso solo a través de un artefacto que proyecta imágenes en movimiento; así consigue acometer su más grande y mejor engaño, que es lo mismo que decir que, en realidad, el único verdadero poderoso del film no es realmente el protagonista sino el cine.
El efecto general de Oz es centrífugo, la película se auto señala constantemente expulsando al público de la trama. Por caminos muy distintos, lo que Oz, el poderoso, La invención de Hugo o El artista acaban por postular es algo similar, al menos en principio, al proyecto de las vanguardias y los movimientos de loa años 20: el cine se basta a sí mismo, no requiere de ninguna apoyatura narrativa, lo que importa son la imagen y sus valores intrínsecos. En el film de Raimi, obvio, hay personajes y un relato bastante tradicional, pero el desinterés y la falta de cuidado que la película deja entrever para con ellos acerca a Oz más a un experimento audiovisual (el diseño y puesta a punto obsesiva de una tierra creada digitalmente) que a una verdadera narración. Por momentos, los personajes parecen solo unos puntos de fuga con la única función de realzar los paisajes de Oz, como si fueran apenas una excusa para que la máquina del cine justifique se propio mecanismo.