Detrás de la idea de rodar una “precuela” de El Mago de Oz (que, cosa poco conocida, fue un gigantesco fracaso de taquilla en 1939; la MGM se salvó porque ese mismo año distribuyó Lo que el viento se llevó) hay una evidente operación comercial que sigue a la “remake” de Alicia en el Paìs de las Maravillas por Tim Burton y a la ola de cuentos de hadas y libros infantiles llevados a la pantalla con tecnología de punta y algo de épica. Pero además hay un director detrás que tiene un estilo y una mirada sobre el mundo, Sam Raimi. Raimi cree en dos cosas: la comedia disparatada y el terror, y no concibe límites entre ambos. Para poder contar cómo el Mago, un estafador simpático y no poco libidinoso, llegó a Oz y, al mismo tiempo, entrar en la categoría “familiar”, baja dos cambios en su humor negro y otros dos en el terror. El resultado es desparejo: visualmente impactante, los verdaderos temas de la historia (la redención, el envilecimiento, el abuso y la enfermedad del poder) quedan de cierto modo solo ilustrados sin auténtica profundidad. Pero Raimi es un mago de la imagen y, cuando el relato cae en la solución fácil, opta por la invención (a veces pequeña, como el “arreglo” de la niña de porcelana) que genera emociones verdaderas. El elenco cumple (aunque la cara de bueno de James Franco conspira contra su ambigüedad) y el espectáculo vale la pena.