Bastardo con gloria
Así como Quentin Tarantino prende fuego la historia en Bastardos sin gloria y la sombra del cine se erige por sobre el historicismo de manual con una sonrisa maléfica (bueno, no tanto: era la hermosa Shosanna) que más que sonrisa ara una carcajada atroz, Sam Raimi parece decir en el final de Oz, el poderoso que más allá de la técnica, de las tecnologías, es todavía el cine un arte de la sorpresa al que le alcanza con sombras y niebla para proyectar su poder subyugante. Oz, el poderoso es, al igual que Avatar, una de esas películas que desde la más absoluta tecnocracia hablan del cine, pero que por hacerlo con materiales tan de segunda como la aventura y el entretenimiento rutinario no será citada por académicos, intelectuales, ni especialistas en todo. No importa, Oz, el poderoso es una gran película porque piensa su propia esencia, los materiales con los que está compuesta, a la vez que cumple con los requisitos del gran espectáculo: entretiene y sorprende.
Hay que reconocerle a Raimi un doble mérito: por un lado, lo ya dicho, logra un gran espectáculo a partir de fusionar la esencia naif del propio relato con su reconocible mezcla de recursos bastardos: humor físico, sustos heredados del cine de terror clásico, voracidad del cómic para entrelazar subtramas, villanos narcisistas; pero por otra parte Raimi alcanza aquello que a Tim Burton le costó una caída al peor de los infiernos con Alicia en el país de las maravillas. Esta Oz, el poderoso es hija conceptual de aquella: recupera un relato fantástico clásico y lo actualiza con un diseño de producción entre pintoresco y fastuoso, pero también puramente virtual: los escenarios son una invención de los efectos especiales. Pero si Burton despareció autoralmente en aquel film, siendo un mero ilustrador sin vida en un film que se deshilachaba a medida que lo maravilloso se iba convirtiendo en normal, Raimi incorpora aquí su mirada sin que eso genere un choque de frente con la idea de film por encargo: como resultado obtiene un objeto vital, enérgico, disfrutable en su plasticidad de entretenimiento de feria (que no otra cosa es el 3D, y Raimi lo utiliza en ese sentido con una desvergüenza absoluta por tirar cosas a la cara del espectador constantemente).
Porque en lo básico, Oz, el poderoso recupera con aquellas sombras proyectadas del final -que son las del cine- una idea de entretenimiento anticuada, pero querible por medio del procedimiento inconsciente de la nostalgia. Y ese homenaje al cine que aparece subrepticiamente en el final, que pareciera un poco descolgado o traído de los pelos, se vuelve totalmente coherente cuando uno descubre que el relato va dando pistas de eso continuamente: el maravilloso prólogo, con una pantalla en 4:3 -como el viejo cine- nos obliga a colocarnos en un tiempo distante donde las películas se veían así, o sin más vueltas, a reconocernos como generación televisiva y a darle a la tele -como aparato- su valor germinal: seguramente la mayoría de nosotros descubrimos esos grandes relatos como El mago de Oz a través del televisor. Y el televisor (en una visión idealizada) es el hogar y es la calidez de la familia que cobija como entidad. Hacia esos afectos, no inocentemente, lleva ese prólogo en blanco y negro. Ni qué decir cuando la pantalla, torbellino mediante, se ensancha y aparece el color, pero un color distintivo: hay allí decisión estética indudable, Oz, el poderoso en colores se parece a aquellos viejos clásicos del blanco y negro coloreados en la post-producción.
Oz, el poderoso es, entonces, un constante ejercicio nostálgico que se completa -y ahí otra radical diferencia con el mastodonte sin vida de Burton- con la actuación perfecta de James Franco: no hay aquí un showcito personal y bufonesco a lo Johnny Depp, sino una composición que se construye mezclando la personalidad del personaje y la del propio actor. Porque el Oscar Diggs de Franco es ese mago/ilusionista farsante que tiene tanto de chanta como de simpático, cualidades habituales en los personajes del actor: hay un caminar errante, esquivo, y una postura física embriagada. Franco no es un actor de esos que hacen un muestrario de recursos, sino que sabe construir a partir de lo mínimo, como los actores clásicos: un poco por talento y otro tanto por carisma. Y Raimi, además, permite que algo de ese humor canábico del Franco de Piña Express o Freaks and geeks contamine el universo naif y de cuento de hadas de Oz, el poderoso.
A lo que tenemos que resumir que Oz, el poderoso es una gran película bastarda, una de las celebraciones más prosaicas del cine provenientes de Hollywood en mucho tiempo, una película de una desembozada cinefilia: sin tanta pedorreta intelectual, con cariño y afecto por aquello que nos constituyó como espectadores, con alegría y virtuosismo. Una demostración de virtud de un vástago pródigo del cine de los 80’s, esa generación que supo como muy pocas resumir cinefilia, erudición y masividad (y esto incluye también a las leyes del mercado), y que aquí alcanza algo parecido a la madurez en su cine.