Una placa al principio señala el carácter excepcional de este documental, que mete por primera vez una cámara en un pabellón de los denominados “de población”, donde el orden y las reglas se administran entre los mismos internos, las intervenciones policiales se limitan a las requisas o a dispersar peleas y el Estado no entra. La aclaración no es errónea ni impertinente, pero no anticipa los aciertos del enfoque oblicuo que Diego Gachassin emprende.
Porque el documental gira alrededor de las clases que imparte el abogado Alberto Sarlo junto al artista y ex interno Carlos “Kongo” Mena en el pabellón del título dentro de la Unidad 23 de máxima seguridad del penal de Florencio Varela, centradas en un taller literario y de filosofía pero que pueden incluir boxeo, poesía, hip hop o simplemente charlas sobre la vida dentro y fuera de la cárcel. A la labor voluntaria de Sarlo también hay que sumar la financiación de la construcción de un SUM en el penal (del que exige un uso responsable a los internos, tras una experiencia anterior en la que ingresaron drogas y facas para terminar con un asesinato), la edición de libros con los textos producidos en el pabellón y la ayuda legal o logística, como cuando triangula llamadas para intentar que un interno trasladado no termine en un pabellón demasiado inseguro. Hay también momentos íntimos de la vida de Sarlo y Mena, que completan retratos imponentes de dos hombres balanceando la candidez del vínculo familiar con la interacción carcelaria, conceptos de filosofía tumbera con ideas de Sartre y el talento artístico con la destreza boxística. Y hay incluso un contrapunto interesante en la visión de Sarlo sobre las actividades que ofrece a los internos: quiere enseñar y dar herramientas, pero no pretende ser el mágico secreto de la reinserción, como si sus clases sirvieran para evitar que alguien vuelva a robar si estuviese pasando hambre. La confianza mutua que tiene con los internos parece el resultado de un encuentro férreo y sostenido sobre códigos compartidos, sin condescendencia ni paternalismo, lo que es como decir que Merlí no duraría dos días ahí.
Respecto al registro de las actividades en el penal es que me remito al sobreimpreso del inicio, porque parece indicar que incluiría el tipo de situaciones violentas que sugiere. De haberlas capturado, sería bastante obvio pensar que la policía no las habría dejado pasar fácilmente, aunque sería justo adjudicarle la nobleza y mesura a Gachassin de no ir a regodearse en la miseria ajena. O quizá simplemente no haya sucedido nada durante el rodaje, lo cual estaría desnudando mi adiestramiento para esperar ciertas imágenes en una coyuntura vulnerable. Lo cierto es que las jornadas se van desarrollando con normalidad pero intensamente, y los internos leen en voz alta textos desgarradores que ventilan demonios interiores o rememoran casos flagrantes de violencia policial, aplicando conceptos filosóficos a situaciones cercanas. Las clases parecen estar bien dadas, porque ningún interno se lleva una idea sencilla o un latiguillo multiuso, y más bien parecen estar acomodándose a las nuevas preguntas que identifican alrededor de su vida: cómo convivir con el daño que se asume haber provocado, de qué sirve hacerse lugar en el pabellón oprimiendo a los demás, la trampa ideológica de ser categórico juzgando cierto tipo de delitos ajenos, qué impulso o argumento los llevó al delito y, lo más inquietante, la posibilidad concreta de que la cárcel no los haya disuadido para cuando salgan, como cuenta uno de ellos cuando redescubrió que las condiciones de vida de su padre, honrado laburante durante décadas, eran las que lo habían empujado a robar en primer lugar. Son el tipo de cuestionamientos que cualquier persona se hace, pero que los internos tienen que sortear en un contexto que los invita constantemente a sabotearse. No hay nombres, historias previas ni testimonios lineales: ya bastante hay con tener que enfrentarse a los propios pensamientos en ese encierro.