Pequeños infiernos cotidianos
El estreno de Paco confirma la fertilidad de Diego Rafecas, quien en apenas cinco años ha conseguido estrenar tres películas, y destaca las virtudes, debilidades y sobre todo sus obsesiones como director. Más allá de lo estrictamente cinematográfico, si algo queda claro son sus buenas intenciones y su preocupación por temas de relevancia social. Ahí están los hijos de desaparecidos de su ópera prima, Un buda (2005), o la red de personajes disfuncionales que componen los universos de Rodney (2009) y Paco. En esta última aborda además uno de los problemas más complejos de la actualidad socio-política: el grave aumento en el comercio y consumo de drogas destructivas como el paco, que afecta sobre todo a la población juvenil, en especial de clase baja, ligado directamente al gran dilema de la inseguridad. Pero las intenciones, limitadas o potenciadas por la capacidad para expresarlas a través de los recursos de la narración cinematográfica, resultan una parte menor dentro del análisis y no se puede ni se debe evaluar una película a partir de ellas. Aunque no está mal reconocerlas.
Paco tiene puntos a favor que comparte con los anteriores films de Rafecas: una fotografía precisa y una banda de sonido atractiva y moderna. Y aunque a veces se le va la mano con el trazo grueso, una representación aceptable de los escenarios que deben transitar quienes se arriesgan por una dosis. Ambientes sórdidos o miserables en los que muchos son aves de paso, pero donde tantos han crecido sin atención, como un elemento más de esos paisajes. No faltan la delincuencia, la humillación y el sometimiento sexual como recursos para obtener lo que se necesita con desesperación. Francisco (o Paco...), hijo de una mediática congresista demasiado ocupada con la política como para ver los evidentes problemas del chico, está enamorado de la empleada de limpieza del Congreso que lo inicia en la adicción. Otra decena de personajes surgidos de todo el abanico social sumarán sus historias hasta coincidir todos en una casa de recuperación. Allí, de la mano de un grupo de especialistas que también tienen sus debilidades, cada uno saldrá (o no) de su pequeño agujero en el infierno.
Los problemas de Paco pasan menos por el lado realista que por los costados de estricta ficción. En primer lugar, Rafecas imagina una extraña conexión internacional que resulta un intento fallido de injertar en la película una subtrama cercana al thriller. No es que en la realidad ese tipo de conexión no exista. Tal vez sí; sin embargo, por rebuscada, por excéntrica, aquí no consigue ser verosímil. El otro asunto es la permanente necesidad de Rafecas de manifestar a través del cine su vocación religiosa. Es sabido que además de director, guionista y actor de sus películas, él es monje zen y parece haberse impuesto la misión de transmitir desde su obra la sabiduría budista. Empeño que en Un buda podía entenderse como parte lógica de ese universo, pero que aquí sólo consigue generar un puñado de escenas en las que no se sabe si algunos de los personajes son iluminados o simplemente llevan muy mal sus procesos de abstinencia. Menos felices resultan ciertas líneas que algunos miembros de un buen elenco deben recitar sin convicción, restando mérito a su desempeño. Si Rafecas consiguiera pulir esas aristas, para que su fe y su obra encajen sin tanta rebarba, o aceptar que sus películas no siempre le permitirán la prédica de sus creencias, tal vez entonces sus films resulten más equilibrados.