Barrio y lealtad.
Pacto Criminal recupera cierto espíritu perdido del cine mainstream previo a la invasión de los tanques post Star Wars. La Guerra de las Galaxias fue la gran iniciadora del boom ATP y la primera película en conseguir fanáticos, hinchas adeptos a la fantasía cosmética, nerdos barrabravas sumergidos en la sinergia del hiperconsumo incapaces de criticar su objeto fetiche al igual que los actuales idólatras mayores de edad enceguecidos con un mundo perdido para siempre: el de su niñez. Y ese fenómeno no responde necesariamente al objeto en sí, no importa si Star Wars es una gran película o no, estamos hablando de la desembocadura de la cloaca del primer capitalismo salvaje, del triunfo del mercado, del consumo por sobre la creación. El mencionado supuesto paraíso perdido de la niñez está más vigente que nunca y el Hollywood de los superhéroes -responsable y generador, en parte, del fenómeno y actual comodín del status quo- casi no da lugar a historias adultas. Adultas independientemente de si juegan con los géneros o no, no juzgamos acá ningún tipo de cine, podría haber profundidad en los superhéroes del mainstream y no sólo acción masturbatoria visual, como en la mayoría de los productos de los que forman parte, pero generalmente abunda la cáscara. Por suerte no todo Hollywood está infectado de acción sin sentido y la máxima de Jay Sherman no siempre se cumple: cada tanto surgen nuevos directores con otras cosas por contar y que además tienen la posibilidad de insertarse en la esfera de poder; porque claro que en los márgenes siempre hay propuestas y apuestas con historias para adultos, con las aristas complejas que imponen las personas y las instituciones, siempre por fuera del maniqueísmo de moda de los musculosos con capa para estetas de cotillón. Pero lo que sigue siendo bienvenido es cuando el capital del poder se coloca en los productos adultos y se le da al director al menos la libertad de generar contenido prohibido para menores, con la ambigüedad y la desazón del mundo, algo común en la edad dorada del Nuevo Hollywood pero no tan común en este futuro rancio.
Scott Cooper es hijo de aquel pasado no tan lejano, un pesimista cool que supo aggiornar la podredumbre de algunas puestas policiales de antaño con conflictos actuales como la posguerra de Irak, algo que se ve en su gran obra anterior, La Ley del más Fuerte, que mostraba un Estados Unidos golpeado por la recesión y los inicios de la convivencia con sus peones, que comenzaban a brotarse producto del delirio de los combates post 11S. Si en aquella película Cooper nos mostraba a la mafia hillbilly, a esos transas de todo que no se regían por las normas burguesas y vivían aislados en las montañas donde la policía no podía atacar ni participar y, a su vez, asistíamos al reaccionario pero a veces tranquilizador desenlace del ojo por ojo, en Pacto Criminal estamos ante la mafia conectada. Pasamos del low-life del industrialismo venido a menos al “self made man” de los suburbios del Boston creciente. Estamos acá ante un demonio de barrio rodeado por el ascenso social: James “Whitey” Bulger tiene un hermano que llegó a diputado (luego llegaría a ser presidente del senado de Massachusetts) y un amigo en el FBI; y para un mafioso psicópata como él, en ese contexto sólo le restaba ascender. Pacto Criminal nos muestra ese ascenso gracias a un acuerdo con su amigo del FBI para hundir a la mafia italiana y dividirse el rédito. Cooper en su relato de gangsters está más cerca del Scorsese de Buenos Muchachos y Los Infiltrados que de Coppola, como también está más cerca del film noir que de los mafiosos pre Hays. De todos modos su acercamiento a Scorsese es ideológico, en la puesta las diferencias son notorias, tanto en el ritmo como en la forma de encarar el camino de los monstruos. Scorsese inunda a sus películas con furia y música popular, mientras que Cooper lo hace con pausas agobiantes y música extradiegética depresiva, pero el núcleo duro contiene un tipo de historia similar, la del accionar psicopático no sólo de un individuo sino de las instituciones y los grupos de pertenencia. Sangre, honor y lealtad, exclama el barrio, como también la familia, y, claro, la mafia; códigos compartidos de diferentes grupos que muchas veces pueden ser el mismo. Bulger era un tipo al que le gustaba matar a sus víctimas estrangulándolas, y esa asfixia es la que intenta transmitir la puesta oscura de Cooper. Por momentos lo consigue, por otros no, pero este tipo de películas -del año pasado podríamos nombrar a La Entrega y a Nightcrawler– son hoy en día la redención del Hollywood aniñado.