Volver a contar la historia de un mafioso
¿Tiene sentido volver a contar lo que ya se contó, tal como se contó, dejando de lado toda relectura y abrazando la mimesis? Pacto criminal narra la parábola de un mafioso, entre los años 70 y 90, describiendo el mismo arco dramático que Buenos muchachos, Casino y el corpus entero de películas de mafia. ¿Que estos mafiosos no son los italoamericanos sino sus mayores competidores, los hijos de irlandeses? Eso no sólo no es nuevo (los protagonistas de Tiro de gracia, contemporánea de Buenos muchachos, ya lo eran, y los de Pandillas de Nueva York también) sino que no cambia nada el origen, mientras se comporten y sean narrados de la misma manera. Lo mismo corre para el ligero cambio de localización (Boston en lugar Nueva York) o para la particularidad de que aquí el mafioso sea hermano de un senador. Dos parientes directos a ambos lados de la legalidad, y dos amigos ídem, tampoco representan ninguna novedad: desde Héroes olvidados (The Roaring Twenties, 1939) la Warner viene contando esa historia.Con un título original que parece haber dejado vacante alguna película de terror archivada (Black Mass, misa negra), Pacto criminal narra el ascenso y caída (arco dramático y moral de todas las películas de gangsters) de un mob boss real, James “Whitey” Bulger, desde el momento en que se alza contra los Angiulo –que dominan el comercio ilegal de la capital de Massachussetts– hasta aquél en que desaparece sin dejar rastros, cuando el FBI cierra el círculo sobre él. Como todo mafioso del cine, Whitey Bulger posa como el más macho, está lleno de ambición, no manda a matar sino que mata él mismo, y siempre de la forma más despiadada. Aunque no operística, como muchos de sus antecesores: Bulger es, como la película que lo contiene, un hampón medio. Basada en una investigación periodística, la variante a la que apuesta Pacto criminal es la de la sociedad que Bulger establece con su ex amigo de infancia y actual agente del FBI, John Connolly. Un poco por trabajo y otro poco tal vez por animosidad étnica, a ambos les interesa aniquilar a los italianos. Para ello Bulger se convertirá en informante de Connolly, mientras asciende en la jerarquía mafiosa. Como indican el canon o el cliché, habrá buena cantidad de sangrientos ajustes de cuentas y un oscilar permanente entre la lealtad y la traición, entre el enfrentamiento y la colaboración con las fuerzas de seguridad. Ese canon se cruza con el del género “policial de investigación” (Scorsese ya lo había hecho en Los infiltrados), con Connolly como el agente poco preocupado por la legalidad, enfrentado a sus superiores. Family men, a Bulger y Connolly se los ve cuidando de esposas, hijos o mamás. Sugerencia tampoco novedosa de que el mafioso no representa la excepción sino la norma social llevada al extremo.En el nutrido reparto, que incluye en el papel de Connolly al australiano Joel Edgerton (a quien puede verse actualmente en cartel en El regalo, que dirigió) y al muy de moda Benedict Cumberbatch como el senador Bulger, se destaca Kevin Bacon como jefe del FBI. Con pocas escenas, el hombre con apellido de panceta impone una autoridad de nalgas bien apoyadas sobre el sillón de su oficina. Producto del departamento de maquillaje, el semicalvo, pelirrojo, blanquecino y de ojos escandalosamente celestes Whitey Bulger es otra caricatura de Johnny Depp (parece el Sombrerero Loco sin peluca), con la desventaja de no asumirse como tal. Mientras que las que compone para Tim Burton o el Jack Sparrow de Piratas del Caribe, son parte de shows deliberadamente excesivos, como guiños cómplices hacia el espectador, Bulger no guiña. Es una máscara que intenta pasar por composición, impostando solemnidad donde hay sólo exceso de make up.