El padrino irlandés
Últimamente, pareciera que Johnny Depp sólo acepta papeles donde luzca bizarro, si no prácticamente irreconocible. Cierto es que, desde sus películas con Tim Burton hasta la saga Piratas del Caribe, el galán rockero fue un gran asiduo a la sala de maquillaje, pero nada se compara a su versión robotizada en Transcendence, su bizarro coleccionista de arte en Mortdecai y, especialmente, su transformación para el presente film. Los kilos de maquillaje y lentes de contacto que usa Depp, para emular al mafioso James “Whitey” Bulger, son una decisión estética extrema que recae en varios personajes y los deja al borde de la farsa. En la piel de Depp, Bulger, cuya organización se cobró varias vidas en la ciudad de Boston, es menos un hampón que un vampiro urbano. Haciendo esta salvedad, o aceptando la propuesta (quizás, ¿una suerte de alegoría?), el film es contundente y, lejos, el mejor de los últimos protagonizados por Depp.
El imperio de Bulger surgió al sur de Boston en los tempranos setenta y se entendió hasta los ochenta; su tráfico de armas, drogas y extorsiones creció, parasitario, al amparo de un hermano senador y, sobre todo, un amigo plantado en las altas esferas del FBI. El mentado pacto entre John Connolly (impecable Joel Edgerton) y Bulger permitió la detención del mafioso Gennaro Angiulo, mientras la organización tendía redes por el país y hasta suministraba armamento al IRA.
Poniendo énfasis en los lazos sanguíneos de Whitey y su banda, Scott Cooper (Crazy Heart) montó una suerte de El padrino en clave irlandesa. Los asesinatos se suceden de un modo cada vez más cruento, pero no es si no cuando se sella el pacto ente Whitey y el FBI, con la caza de Angiulo (escena musicalizada a la perfección con un clásico de The Animals) que la película adopta un tono sombrío. Si el tono de esa segunda hora hubiera predominado, quizá Pacto criminal habría sido un thriller destacado. Así, la película no es más que el prototipo de otro “basado en hechos reales”, con buena factura y momentos de tensión.