Al hombre y al oso, lo feo los hace hermosos
Vuelve el peluche británico, en un film que traduce al lenguaje del cine la experiencia de leer un buen libro infantil.
Puede decirse que el estreno de Paddington (2014), dirigida por Paul King, resultó una grata sorpresa, que mereció críticas generosas y bien ganadas, y el módico favor del público. Sin embargo pasó y nadie la recordaba hasta el anuncio de su secuela, bautizada de forma sencilla y previsible: Paddington 2. Personaje casi desconocido en Argentina (hace unos años una serie animada se emitía por el canal Ta Te Ti de la TDA), el osito Paddington tiene una gran popularidad en el Reino Unido. Su origen literario data de 1958 y desde entonces su figura peluda, su montgomery azul y su sombrero rojo han conquistado cuanto formato y soporte existe, hasta llegar a esta versión siglo XXI que ahora suma su segunda entrega.
Se trata de un film infantil de infrecuente pureza teniendo en cuenta los usos y costumbres del cine actual, en el que los productores se desesperan por alcanzar el nirvana del multitasking. No es que se trate de un producto con el que los chicos la pasan genial mientras los padres juntan paciencia para no balearse en los rincones. Al contrario, es una película encantadora en más de un sentido, que pueden disfrutar públicos de todas las edades. La diferencia es que ese goce no procede de chistes “para adultos” metidos de contrabando, sino de una capacidad para evocar sensaciones infantiles en el espectador ya crecido. Deliberadamente artificiales, una de las virtudes de las dos películas es su voluntad de traducir al lenguaje cinematográfico la experiencia de la lectura de un buen libro para chicos.
Más que voluntad, porque logra recuperar la sensación olvidada de escuchar un cuento a la hora de ir a dormir. No por nada la historia gira en torno del robo de un libro de dioramas que reproduce lugares emblemáticos de la capital británica, que a la vez funciona como elemento que alimenta la ambición del malo y saca lo mejor de los buenos. Una de las herramientas elegidas para alcanzar ese objetivo es la del humor físico, con la que se homenajea con inocencia a próceres como Buster Keaton o Harold Lloyd.
El primer paso para alcanzar esos éxitos proviene de la creación de un universo paralelo donde lo maravilloso es parte de lo cotidiano. Una versión de Londres en la que un osito que habla llega desde la selva peruana y no hay nadie a quien aquello le parezca extraordinario, sino lo más común del mundo. Así funciona la lógica de los chicos y a esa especie de liberación del corsé de la adultez aspira esta saga. También aspira al mensaje positivo y a las buenas intenciones, pretensión que arruinó más películas de las que uno quisiera, pero que acá funciona. No por el mensaje o las intenciones en sí mismas, sino porque estas no han sido puestas por encima de lo cinematográfico. El universo creado es lo suficientemente sólido como para conseguir que esa carga adicional juegue a favor en el balance final.
Y como si todo esto fuera poco, Paddington 2 cuenta además con un elenco integrado por un puñado de los mejores actores británicos, que actúan como si fueran parte de la misma troupe circense desde hace años. Ellos son responsables de que el tono sobreactuado con que está narrada la historia sea aceptado como la única forma posible de hacerlo. Por otra parte, nada nuevo puede decirse de, por ejemplo, Hugh Grant, para quien la comedia es su hábitat. Notable es el trabajo de Brendan Gleeson, que consigue convertirse en una caricatura de profundidad y ligereza encantadoras. Y el trabajo de Sally Hawkins confirma su talento. Su cándida pero enérgica madre de familia es vital en el relato y permite entender qué es lo que vio en ella Guillermo del Toro cuando le ofreció el protagónico en La forma del agua, que le valió la nominación al Oscar como Mejor Actriz. Y así el elenco completo, que consigue hacer que todos crean que cualquiera se puede encontrar un osito parlante en una estación del tren en Londres.