Estamos ante una película ambientada en los noventa, no solo se nota en las pequeñas sutilezas y detalles en cuanto al vestuario y utilería, sino también por la libertad implícita en el recorrido nocturno de cuatro amigas adolecentes que están en esa etapa de transición hacia la adultez. En el tratamiento con respecto al mundo que las rodea, los chicos, los adultos, la ausencia de una figura de autoridad, no se percibe el miedo característico contemporáneo al hecho de que sean cuatro jóvenes que andan de noche, en el centro, solas, sin que alguien sepa que están ahí.
Si bien hay pequeños momentos de tensión en cuanto al peligro, a lo que implica estar solas lejos de sus casas, que es justo y necesario, no es algo que tenga al espectador alarmado, pensando en cuándo les va a pasar algo grave. Solo hay un breve encuentro con dos personajes que les representan el mayor peligro de la noche, y las llevan al límite, y se agradece que no pase algo más dramático. Situación que no le quita peso a la historia, en absoluto.
La película plantea la complicada temática de la amistad adolescente. La trama no tiene un nudo claro entre los personajes, más bien acompaña a las chicas en este descubrirse, como grupo e individualmente, durante el recorrido. Este acompañamiento está marcado por movimientos de cámara y planos mayormente cerrados; quizás luego de un rato se hace un poco tediosa esta forma, pero una vez que entras en ese mundo, comulgas con la intención. La iluminación también acompaña muy bien momentos claves del filme, gracias al uso de ciertas tonalidades y colores.
El final es inesperado y rompe con la estabilidad de la película. Como si fuera un puntapié para que a partir de ahí comience verdaderamente la historia, o un nuevo relato. Los breves diálogos vacíos de contenido dan cuenta del período que atraviesan las chicas.
Por María Victoria Espasandín