Paisaje

Crítica de Soledad Bianchi - A Sala Llena

Perros callejeros ladrando, una iglesia frente a la plaza, locales con aleros de chapa y persianas bajas, plátanos y palmeras, calles de tierra y una ruta transitada a lo lejos componen la radiografía del lugar. Teléfonos inalámbricos, lata de chicles Ouch (pero con cigarrillos), cintas de colores y pulseras de mostacillas, aros de perlas, toalla gastada con la imagen de Frutillitas, casetes, equipo de música con la radio sintonizada en el viejo dial de la Rock and Pop: no caben dudas, estamos en los años 90, en un Conurbano alejado de la ciudad. Allí cuatro adolescentes en traje de baño matan el tiempo por separado en la hora de la siesta, acompañadas por el adormecimiento meditabundo del verano. El borde de una piscina, un sitio alejado en el parque, un dormitorio, un cuarto de baño con ventana al exterior, son los lugares donde vemos que ellas se sienten a gusto en sus casas, mostrando en su (in)acción ciertos rasgos de personalidad. Ya reunidas por la tarde, se preparan para salir. La ropa cambia de mano, se la prueban, se observan, juegan. Un flyer indica el destino de la noche: un Festi-Punk donde está anunciada la mítica banda de Gerli Alerta Roja (que no va a ser jamás nombrada, sino que parece ser un guiño personal de la directora). En una mochila en común, que será intercambiada por turnos durante la salida, guardan los cien pesos que juntaron entre todas, una Guia T y sus documentos de identidad con tapas verdes. No hace falta más nada, aunque cada una llevará encima su kit individual: chupetines, cigarrillos, monedas o walkman, según el caso.

La espera del colectivo en la ruta indica la distancia que las separa de Capital. El recorrido eterno a la tierra prometida hace emerger la incertidumbre de lo que les depara la aventura. ¿Cuánto dura un recital? pregunta una, comprobando que el rock y por ende ir a ver bandas en vivo está de moda en la actualidad, sobre todo para adolescentes que agotan entradas Early Bird de Lollapalooza en un día, pero no así en los 90, cuando ese ambiente era estigmatizado como propicio para inculcar todo tipo de desviaciones; cuando el rock en sentido general, ni hablar del punk, parecían malas palabras. Ellas, a pesar de no tener preferencia de estilo a simple vista, se entregan a la noche. Bailan al ritmo adrenalínico de acordes que bien podrían confundirse con los de Los Brujos (siendo en realidad música original de Henry Navia para la película, acorde a la rememoración de aquellos años). Bailan todas, menos la única identificada con estilo rockero, quien constantemente se pone los auriculares que salen de su riñonera, como un síntoma más de postura o evasión. Las demás van desde lo naif hasta lo rebelde, pero disfrutan el pogo, la música, estar ahí, y logran arengar a la otra, que termina cayendo en la tentación de divertirse. Luego, empezarán las complicaciones.

La falta de celulares es evidente y se siente en la narración un cierto énfasis para resaltar esta carencia. Paisaje para algunos puede resultar casi una utopía, pero así era todo: más difícil, a la vez menos expuesto, quizás más divertido o insoportablemente aburrido según el momento. No había forma de saber dónde encontrar a alguien sino era por la casualidad o el conocimiento, había que tener siempre monedas para teléfonos públicos y tratar de no perderse. Ni hablar de Uber, ni siquiera de remises, que recién comenzaban a circular para pasajeros ocasionales. En la deriva que las hace transitar por las temerosas calles del centro, el teléfono móvil parece ser un mcguffin pero en ausencia; es su falta lo que hace avanzar la trama y lo que coarta posibilidades que hoy serían elementales.

Si bien la nostalgia es inevitable, vale aclarar que no hay excesos en función de mostrar la época, sino un devenir que la expone por sí misma. Todo retratado con gran sensibilidad, como si se tratase de un recuerdo fragmentado y lejano. Jimena Blanco elige planos cerrados con poca profundidad de campo para moverse durante toda la película, como una cámara espía que las muestra y acompaña en su camino incierto, también en su abulia. Las cuatro actrices, salvo en ciertos diálogos por momentos muy estructurados, compusieron cada personaje de forma genuina, creando con una mirada todo un mundo personal, mostrando con sus gestos lo inaccesible.

Sin ahondar en preámbulos, dejándose llevar por las acciones, la primera mitad del relato permite el fluir de los personajes sin reparos. La directora y co-guinista (junto con Lucila Comeron), conocida por sus trabajos de producción, logra transmitir en su ópera prima la sensación de libertad que da el hecho de escapar a un lugar lejano sin que nadie lo sepa y a la vez, la inquietud de transitarlo. Pero en la segunda mitad las protagonistas caen en su estereotipo. No son juzgadas, pero sí sentenciadas a su perfil. Los abruptos sucesos que se precipitan hacia el final, sin entrar en detalles de la trama, son innecesarios para el nivel intimista que propone la película. Este grupo no duda, no baja la guardia, no experimenta lo que lo rodea. En definitiva, observamos seres previsibles que no se mueven de su status, ya sin la libertad que gozaban al principio del viaje. Es decir que en vez de crecer, se exponen.

En Paisaje las cosas terminan siendo lo que parecían ser, y eso es una decepción. A tal punto que cuando una de las chicas revela su secreto, otra afirma: “era obvio”. ¿Necesariamente tenía que ser obvio? Habría sido más interesante un vuelco hacia la ambigüedad, o que las confesiones generasen valor agregado. Amén de resolver la trama o dar un golpe de efecto, no era esa la propuesta inicial. La calidad visual, el ritmo y la intención hacen que el film resulte, con todo, recomendable.