"Hacer cine es la posibilidad de saltar el muro y echar a correr." Ésta y otras frases son las que salen de la boca de Rémoro Barroso, un veterano director de cine alojado en un instituto neuropsiquiátrico. Sus recuerdos son borrosos y sus palabras amargas hablan de un tiempo en el que había hecho de la cámara el ojo avizor y de un mundo que lo fue dejando de lado.
Tres jóvenes estudiantes de cine creen que ese hombre de sombrero y larga barba, misterioso y pintoresco, había sido en los años 60, un cineasta de éxito del que no se tuvieron más noticias luego de un confuso episodio en el que murió una mujer. Así, llegan al manicomio para tratar de comprobarlo.
Los tres muchachos va ganando la confianza de Rémoro Barroso mientras intentan descubrir su verdadera identidad. En cada visita al manicomio, él les dará lecciones acerca del oficio de dirigir películas. Cada una de sus frases descubre retazos de su pasado y de su amor al séptimo arte. "Los cineastas les dice somos sepultureros que trabajamos en el cementerio de la memoria" o "Todos los directores de cine somos melancólicos porque somos fabricantes del pasado". En un momento los estudiantes le dejarán una cámara para que grabe lo que quiera y el resultado son algunos breves y extraños cortometrajes que muestran figuras estrambóticas.
Eliseo Subiela, que en cada uno de sus films supo descubrir los lados más mágicos de la poesía, se propuso con Paisajes devorados rendir homenaje a esos realizadores que el tiempo sepultó en el olvido. No es casualidad que para el papel central haya convocado a Fernando Birri, alguien al que todavía se le está debiendo un gran homenaje, ni que esos muchachos (buenos trabajos de María Luz Subiela, Juan Manuel López Baio y Juan Marcelo Rodrigo Martínez) se esmeren en tratar de descubrir las facetas más íntimas de ese hombre de mirada profunda que les va dando lecciones de cine y de vida. El film, tratado como un falso documental, logra su propósito de homenajear al cine partiendo de una figura cálida y emblemática.