En El abrazo de la serpiente (2015), Ciro Guerra y Cristina Gallego retrataron el choque de culturas a través de la poética aventura de un chamán y dos científicos europeos lanzados a la búsqueda de una planta medicinal en el Amazonas. Con la misma excelencia visual y magia narrativa, Pájaros de verano vuelve a abordar la tensión entre cosmovisiones, pero ahora con una trama vibrante que cruza a Scarface y El Padrino con los pueblos originarios colombianos.
“Esta historia ha sido inspirada por hechos reales ocurridos en la región de La Guajira (extremo norte de Colombia) entre las décadas de 1960 y 1980”, explica un cartel al comienzo. Es la época conocida como Bonanza marimbera, en la que empezó a florecer el narcotráfico mediante la exportación de marihuana a los Estados Unidos. Ahí se sitúa, como canta un pastor al principio, esta “historia de amor, desolación, riqueza y dolor de aquella gran familia que se destruyó a sí misma”, que tiene como protagonistas a los wayúu, el pueblo indígena más numeroso de Colombia, formado por unas 600 mil personas.
Rapayet es un wayúu criado entre los alijunas, como se denomina a todos aquellos que no pertenecen al pueblo. Tal vez esa mixtura sea su mejor cualidad y, a la vez, el origen de todos los males: él será quien descubra la rentabilidad de la marimba que cultivan los wayúu y, con su habilidad para tratar con unos y otros, armará el negocio de vendérsela a los gringos. Pero como el cine de gángsters nos enseñó, a un rápido ascenso suele seguirle una caída estrepitosa.
Aquí los códigos mafiosos se entremezclan con las tradiciones wayúu, y es ahí donde Pájaros de verano se vuelve fascinante. Nos sumergimos en un mundo ancestral, donde la palabra oral es sagrada, los sueños tienen valor de profecías y, gracias a sus dotes chamánicas, algunas mujeres compensan de cierta forma el poder que ostentan los hombres. La tensión entre lo femenino y lo masculino y entre lo material y lo espiritual son otros ejes de conflicto.
Pero no hay aquí vicios de antropologismo, didactismo, condescendencia ni idealización. Si bien la cultura wayúu aporta su encanto y es lo que hace de esta película -hablada en esa lengua- una experiencia única, está integrada a la historia con total naturalidad, sin el exasperante pintoresquismo en que a menudo cae el cine que se acerca a los pueblos originarios. Ninguna toma -notable fotografía de David Gallego- ni escena sobran: todas están al servicio de esta tragedia que anticipa a la que unos años más tarde viviría Colombia.