Pesado como collar de garrafas
Imaginen esta situación: les recomiendan un restaurante top en el que supuestamente tanto la estética del lugar, como la música y la calidad de los platos son de lo mejor. Van entusiasmados con sus mejores galas pero sucede lo siguiente: muy linda la madera que usaron para la decoración pero no es difícil darse cuenta de que es melanina; la música es tan invasiva que en vez de acompañar la cena parece un comensal más y la comida, que viene con una gran presentación, resulta ser decepcionante, indigesta y con sabores que ya hemos probado en otros restaurantes de moda con el mismo resultado. Esto es lo que sucede con Palabras robadas, film que detrás de una superficie lustrosa y un tratamiento de temas “importantes”, no es más que un compendio de pretensión, subrayados y pomposidad por doquier.
La idea de la dupla de guionistas-directores Brian Klugman y Lee Sternthal es ingeniosa: un exitoso novelista (Dennis Quaid) presenta su último libro, que trata sobre Rory Hansen (Bradley Cooper), un escritor fracasado quien, al encontrar casualmente dentro de un portafolios que compró en París una obra inédita y genial, se convertirá en un autor exitoso al hacer pasar como propio el texto que halló de modo fortuito. Todo irá bien para la nueva estrella del mundillo literario neoyorquino hasta que se le aparezca el Hombre Anciano (así lo llaman en la película), interpretado por Jeremy Irons, el verdadero autor del libro, quien le contará a Hansen con lujo de detalles el contexto y la historia de las palabras que le fueron arrebatadas.
Decía que la idea inicial no era mala, lástima que haya sido la plataforma para un film solemne, que no respira, que trata temas “importantes” como el DESTINO y la CULPA de un modo que no admite otra interpretación y que subestima al espectador. Ejemplos de esto último es la música que impregna de gravedad toda la película y que le irá diciendo al espectador lo que tiene que sentir en cada momento, o cuando un flashback lleve la trama hacia el pasado, la iluminación cambiará de azul a sepia, no sea cosa que algún desprevenido no se dé cuenta del viraje a los años 40. Como si esto fuera poco, se les hace decir a los actores parlamentos impostados del tipo “amé a las palabras más que a la mujer que les dio origen” (Subiela pagaría millones por una grasada de este tenor).
Este tipo de cine, que cuenta con exponentes como Las invasiones bárbaras, 21 gramos o los últimos dramas de Woody Allen, quiere pasar por fino y prestigioso el utilizar música clásica y contar con actores que entregan “grandes interpretaciones” y, como dije antes, no cree en la inteligencia del espectador ni en la fuerza de las imágenes (a lo largo de los tres relatos que componen Palabras robadas es irritante cómo la voz en off relata lo que se ve claramente en la pantalla).
Lo peor de estas películas es que le quitan prestigio a un cine más valioso y ligero, confundiendo a la mayoría de los espectadores que se sienten contentos después de ver bodoques como estos, pues acaban de ver “cine serio” que trata “grandes temas”, cuando en realidad sólo vieron banalidad disfrazada de “importancia”.