A mitad de camino Atención: se develan detalles argumentales. Que una película del montón como Policeman se haya llevado el premio a la Mejor Película y al Mejor Director en la edición 2012 del BAFICI, y que haya recorrido con éxito otros festivales europeos, demuestra que cualquier film que critique a los israelíes y sus políticas seguramente contará, más allá de sus méritos artísticos, con el beneplácito de la crítica y de los siempre políticamente correctos jurados festivaleros. En la primera mitad, conocemos a Yarón (qué fácil es ceder a la tentación de leer Sharon), líder de una unidad antiterrorista israelí que ejecuta con precisión quirúrgica a cualquiera que amenace al Estado judío, especialmente si son árabes. En el día a día de este escuadrón de elite, vemos que Yarón es una especie de macho alfa narcisista, machista y manipulador que hace que un compañero enfermo de cáncer cargue con una acusación de gatillo fácil que pesa sobre el grupo pues por su padecimiento no podría ser juzgado. Acertadamente, el director exhibe la camaradería que reina entre ellos con acciones y no con palabras cuando muestra los juegos basados en la fuerza física durante un día de campo, la mordida que da cada uno a un mismo durazno o cuando todos golpean a quien se atrevió a robar las flores de la tumba de un compañero. La segunda parte pertenece a cuatro jóvenes revolucionarios de izquierda al estilo de Los edukadores que secuestran a un grupo de millonarios durante una boda para concientizar al resto de la comunidad acerca de la enorme brecha que separa a los ricos de los pobres, y es aquí donde el director arruina todo lo bueno de la primera mitad al querer equilibrar innecesariamente la balanza, pues los fanáticos son caracterizados como seres arrogantes, maniqueos y delirantes impidiendo cualquier tipo de empatía con ellos. Es decir que cuando el escuadrón encabezado por Yarón vaya a rescatar a los secuestrados y a eliminar a los secuestradores, tendremos un choque no de israelíes contra palestinos (son el gran fuera de campo) sino de israelíes contra israelíes tratando el director de decirnos de un modo extremadamente superficial y sin explicar los motivos, que la sociedad israelí es violenta y militarizada utilizando como metáfora la similitud de los métodos que utilizan tanto los que velan por la seguridad como los que tratan de quebrarla. Ejemplo de esta equiparación es cómo se vive el erotismo en ambos bandos pues cuando Yarón coquetea con una camarera, hace que esta acaricie su arma como una extensión de su pene y lo mismo sucede en el grupo radicalizado, cuando una de sus integrantes frota su revólver por el brazo de su líder en medio de una práctica de tiro. Es una lástima que el director Nadav Lapid haya desperdiciado los aciertos del film al convertir a los personajes en meros vehículos de sus ideas y al mostrar una visión muy simplificada de la sociedad israelí, ignorando el particular contexto geopolítico en que esta se encuentra y favoreciendo las lecturas prejuiciosas y sesgadas acerca de tan compleja y convulsionada nación.
Aquelarre ibérico Alex de la Iglesia es uno de eso de esos directores que no se sabe si filma para divertirse él mismo o para divertir al público. Cuando se conjugan las dos opciones, estamos frente a muy buenas películas como El día de la bestia, Crimen ferpecto o la primera parte de Las brujas, que comienza con tal frescura y desfachatez que es imposible no disfrutar incluso del acribillamiento de Bob Esponja en pleno centro madrileño. José (Hugo Silva) y Tony (Mario Casas) son dos estatuas vivientes de las tantas que vemos en las grandes ciudades pero que en este caso, junto al hijo de 10 años del primero de ellos, tratarán de robar una casa de empeños. El asalto saldrá mal, la policía los perseguirá y los asaltantes tratarán de huir rumbo a Francia para que José, padre divorciado con pésima relación con su ex, pueda usar su parte del botín para llevar a su hijo al Disney de París. Toda esta primera mitad es una perfecta combinación de humor y acción a la que no le sobra ni le falta ni un plano ni una línea de diálogo. En la segunda parte, que es cuando la película se deshilacha un poco, el grupo llega a Zugarramurdi, un pueblo maldito ubicado en tierras vascas, famoso porque en las épocas de la Inquisición quemaron a varias mujeres acusadas de brujería. Es allí donde son secuestrados por tres generaciones de brujas: la abuela, Terele Pávez; la madre, impagable Carmen Maura; y la hija, una impactante Carolina Bang enfundada en látex negro, colándose de modo sutil el carácter medieval que dejó la Inquisición en la cultura española a pesar de la imagen de país moderno e integrado a la comunidad europea que quieren vender desde la península ibérica. Aquí el guión se pone más grueso, con bromas misóginas aunque suavizadas por el patetismo de los hombres que las enuncian, y la trama deja de fluir, pues se detiene en luchas enmarcadas por efectos especiales no demasiado logrados y un humor muy básico, perdiéndose totalmente la naturalidad y la frescura de la primera parte. Si bien es cierto que con este film el director vasco no llega al nivel de títulos anteriores como El día de la Bestia, Crimen ferpecto o Muertos de risa, también hay que decir que, a diferencia de la muy floja Balada triste de trompeta, en la que el cineasta pontifica acerca de la situación política de España, aquí se concentra en el género de la comedia de terror, manteniendo intactos el desenfreno y la imaginería visual que lo han caracterizado a lo largo de su carrera.
Cuando éramos reyes Cuando era chico, a principios de los ochenta, tenía un álbum de figuritas de la Fórmula 1. A lo largo de sus páginas se desplegaba un mundo mágico e inalcanzable en el que nombres de pilotos como Didier Pironi, Mario Andretti o Gilles Villeneuve, y de circuitos como Kyalami, Brands Hatch o Interlagos me transportaban a un universo en el que semidioses modernos arriesgaban su vida cada domingo como si nada y lograban que todos los veranos de mi infancia, en vez de estar chapoteando en el mar, me dedicara a reproducir en la arena las pistas de carrera del álbum y a organizar carreras de autos de F1 de plástico (el mío era un Williams de seis ruedas con una cuchara puesta adelante para ganar estabilidad). Poco a poco fui creciendo y la Fórmula 1 de mi infancia se fue desvaneciendo como pompa de jabón, cuando la tecnología se fue adueñando cada vez más del deporte al punto de desparecer casi por completo la influencia de los pilotos en el resultado final de una competición (además, que exista un equipo llamado Red Bull como que quita un poco las ganas de ver la F1, ¿no?). Por suerte, apareció una película como Rush para hacer regresar estos recuerdos que creía perdidos para siempre. Resulta que en 1976, la mayoría de los pilotos eran como James Hunt (Chris Hemsworth, protagonista de Thor), es decir, playboys que en sus ratos libres se jugaban el pellejo corriendo a 250 kilómetros por hora en circuitos que no ofrecían la seguridad suficiente hasta que llegó un ñoño como el austríaco Niki Lauda (Daniel Brül, conocido aquí por ser el protagonista de Good bye, Lenin), un tipo feo, reconcentrado, antipático, estudioso de la mecánica y de los riesgos que conlleva cada carrera y lógicamente, dueño de un estilo conservador para manejar. Todo lo contrario de su archirrival, Hunt, rubio, pelilargo, carilindo, con más talento que dedicación y que, con su modo temerario de conducción, se reía del peligro y que dedicaba el tiempo que tenía entre carrera y carrera para emborracharse, drogarse y acostarse con hermosas mujeres. La verdad es que fui a ver esta película con recelo. Por un lado, el nombre del director Ron Howard me hacía fruncir el ceño, ya que había estado detrás de bodoques como El Código Da Vinci, El grinch y Una mente brillante, y por otro, los estadounidenses son más afectos a categorías automovilísticas que se corren en circuitos ovales como el NASCAR que a la F1, una pasión más europea. Sin embargo, me encontré con un film brioso que, a puro vértigo, relata la historia real de la rivalidad entre dos pilotos diametralmente opuestos tanto para correr como para vivir (nunca tan cierta esa frase futbolera que dice “se juega como se vive”), que acierta en la recreación de los setenta tanto en la fotografía de colores saturados como en el vestuario y que, grata sorpresa en un film hollywoodense, respeta la lengua materna de cada personaje, lo que le suma realismo al relato. El enfrentamiento entre ambos se dirimirá, como corresponde, en la última carrera, en la que Lauda, luego del famoso accidente en el circuito de Nürburgring que desfiguró su rostro, tratará de impedir que Hunt se consagre campeón mundial por primera vez y él, a su vez, retener el título ganado el año anterior. Rush es una película muy disfrutable porque, además de recuperar la fascinación infantil por el vértigo y la velocidad, haciendo aumentar las pulsaciones en cada maniobra arriesgada como si se tuvieran ocho años otra vez, es una épica deportiva en la que no faltan muy buenos efectos visuales, el rugir de los motores, un montaje filoso que redunda en un ritmo frenético y dos tipos que sienten un odio visceral por el otro pero que, como sucede en las rivalidades de este tipo, se necesitan mutuamente.
Rebelión silenciosa La adolescencia es la etapa en la que se prueban identidades y nuevos caminos antes de ingresar en la senda más angosta y previsible, que es la de la madurez. Es lo que le sucede a Analía, una chica pueblerina interpretada por la dúctil Martina Juncadella que, enviada por su madre a Buenos Aires a entregar unas artesanías, entra por casualidad en contacto con una comunidad musulmana y decide convertirse al Islam en un proceso que tiene más que ver con una crisis de identidad que con un real convencimiento religioso. Al poco tiempo, Analía usa otro nombre -Habiba Rafat-, cambia de aspecto, hace nuevas amistades, se enamora por primera vez e intenta asimilar el idioma y las costumbres de la comunidad. La directora María Florencia Alvarez, en su primer largometraje, además de relatar de modo cálido y sencillo los cambios que experimenta la joven, trata de derribar los prejuicios sobre el mundo árabe, mostrando sus eventos y lazos solidarios. Teniendo en cuenta la imagen de opresión femenina que existe sobre esta colectividad, no es casual el contraste entre la plácida felicidad que transmite la chica que le sirve de guía a la protagonista y la alegre brasileña compañera de pensión, condenada a la autodestrucción al estar en pareja con un golpeador. Con un ritmo pausado, seguro y con un gran manejo de los silencios, la realizadora transmite la crisis de identidad que sufre Analía/Habi al ser partícipe de los ritos de una comunidad que le permite cumplir la fantasía de ser otra persona, empezar de cero en un lugar distinto y a la vez escapar de la madurez mencionada antes, que en este caso es el destino gris de trabajar en el negocio de su madre. Un gran acierto de Alvarez fue haberle confiado el rol protagónico a Juncadella, a quien vimos brillar en Abrir puertas y ventanas y que en este film logra empatía con el espectador, no cae nunca en la sobreactuación y, con mínimos gestos, transmite la mezcla de extrañeza y encandilamiento que siente su personaje por esa comunidad y sus integrantes que le proporcionaron una nueva vida. Habi, la extranjera es una película sutil, más de atmósferas que de trama y que elude la gravedad. Ojalá que esta grata sorpresa en la cartelera local encuentre su público, que deberá ser un espectador dispuesto a dejarse llevar por un relato calmo, lleno de detalles sugestivos y que deja más preguntas que respuestas.
Partido homenaje Cuando un gran jugador de fútbol entra en decadencia, es decir cuando la tribuna festeja exageradamente las dos jugadas “con su sello” que hace por partido, no está mal hacerle un homenaje para no olvidar que el veterano al que, por su trayectoria, la tribuna le perdona su discreta actualidad, en el pasado ganaba campeonatos él solo. Es el caso de Woody Allen, al que le llegó su merecido agasajo en forma de documental que además sirve para que el poco exigente espectador de cine de hoy en día se dé cuenta de que los puntos altos de Allen no son ni Match point (2005) ni Medianoche en París (2011) sino las cuatro o cinco obras maestras que cambiaron la forma de hacer comedia y que lo erigieron como uno de los íconos culturales del último cuarto del siglo pasado. Por suerte, la persona que nos recuerda que Woody Allen, con sus derrapes, es un grande en serio, es Robert B. Weide, nombre casi desconocido en estas tierras, pero que es un profundo conocedor de la tradición americana de la comedia, pues ha producido documentales como The Marx Brothers in a nutshell (1982), The great standups (1984) y Lenny Bruce swear to tell the truth (1998) y además dirigió varios episodios de Curb your enthusiasm, una de las mejores sitcoms de los últimos años, protagonizada por Larry David, uno de los creadores de Seinfeld. A pesar de que en lo formal, el film no deja de ser el típico documental de cabezas parlantes, es sorprendente verlo a Woody tan suelto frente a una cámara hablando de su infancia, sus comienzos en el show business, contando secretos de sus películas e incluso mostrando la casa y el vecindario de Brooklyn donde creció. Todo esto es de vital importancia ya que, aunque Allen no lo reconozca del todo, gran parte de su existencia está reflejada en su obra. Weide es consciente de esto y, acertadamente, a medida que W.A. cuenta su vida, nos va mostrando escenas de películas en las que sucede exactamente lo que Woody está relatando en ese momento. Ejemplos de ello es la escena del niño que le cuenta al médico su miedo a la muerte en Annie Hall (1977) o la del chico que comparte el hogar familiar con tíos y primos empobrecidos por la Gran Depresión en una pequeña casa en la que sus padres, a pesar de quererse, se llevan a las patadas, tal como se ve en esa joya llamada Días de radio (1987). Además de lo interesante que es ir siguiendo los pasos que fue dando W.A. para llegar a ser un genio del cine, es sorprendente ver cómo no quedó conforme con el éxito comercial de la primera película que escribió, ¿Qué hay de nuevo, Pussycat? (1965), sino que, al sentirse decepcionado por el resultado artístico del film, decidió desde ese momento escribir los guiones de sus películas y dirigirlas, además de retener el control creativo de todos sus proyectos. Otro acierto del documental es que no esquiva la escandalosa separación de Mia Farrow debido al romance que Allen mantenía con la hija adoptiva de esta, sino que trata el tema con altura al no escarbar en detalles íntimos, limitándose a mostrar la repercusión del caso en la prensa mundial y el modo en que semejante descalabro emocional afectó el trabajo del director neoyorquino. Aunque se nota claramente que Weide no le hizo caso a Woody Allen, quien le había pedido que el documental no sea un homenaje, pues no aparece ninguna voz contraria a la del crítico que postula que la decadencia de W.A. se debe sólo a que parte del público lo considera “pasado de moda”, este es un film muy disfrutable, ya que Allen siempre fue reacio a las entrevistas, por lo que se valora la oportunidad de ver a W.A. explicando cómo influencias tan disímiles como Groucho Marx e Ingmar Bergman se conjugan magistralmente en sus films y de saber sobre sus peculiares métodos de producción y de cómo logra grandes actuaciones de los intérpretes que trabajaron con él a pesar de que casi no habla con ellos. El documental cuenta con la participación de estrellas que estuvieron bajo sus órdenes como Antonio Banderas, Josh Brolin, Penélope Cruz, John Cusack, Larry David, Seth Green, Mariel Hemingway y Scarlett Johansson, entre otros. También aparecen los directores de fotografía Gordon Willis y Vilmos Zsigmond; su hermana y productora, Letty Aronson; los productores Robert Greenhut y Stephen Tenenbaum; sus representantes Jack Rollins y Charles H. Joffe; y su directora de casting Juliet Taylor.
Mucho elenco y pocas nueces En el cine estadounidense abundan las películas sobre reuniones familiares en casas de revista de decoración ubicadas en las afueras y que cuentan casi siempre con muelle y lago propios. Generalmente, el motivo de estos encuentros es una boda o algún otro acontecimiento importante y son la excusa para que los protagonistas solucionen sus problemas afectivos al final de la película. Algunos ejemplos de este tipo de cine al que son tan afectas las señoras de más de cincuenta son Alguien tiene que ceder, Dani, un tipo de suerte y La propuesta. Es una lástima que Justin Zachman, director de El gran casamiento, haga que los títulos anteriores parezcan joyas de la comedia al desaprovechar un reparto multiestelar en este film plagado de estereotipos, escenas soporíferas y en soluciones antojadizas y apuradas para los conflictos de los protagonistas. Don (Robert De Niro) está en pareja con Bebe (Susan Sarandon) pero antes estuvo casado con la mejor amiga de esta, Ellie (Diane Keaton) con quien tiene tres hijos: Jared (Topher Grace), Lyla (Katherine Heigl) y uno adoptivo, Alejandro, quien se casará con Missy (Amanda Seyfried). Como la ultracatólica madre biológica del novio vendrá de Colombia para asistir a la boda, el muchacho les pedirá a sus padres divorciados que finjan ser un matrimonio bien constituido mientras dure la estadía de la mujer para que apruebe el enlace de su hijo, mentira que causará problemas a Don con su actual mujer y que dará lugar a una serie de confusiones y equívocos en los que se verá envuelta el resto de la familia. La primera parte de esta remake de un film suizo llamado Mon frère se marie no es mala, ya que durante la presentación de los personajes principales y sus avatares sentimentales, las escenas son ágiles y los diálogos frescos. Es en este segmento cuando más se lucirá el triángulo De Niro – Keaton – Sarandon (esta última protagonizará el momento más sensual del año cinematográfico, al levantarse el vestido y abrir sus aún hermosas piernas para que De Niro le practique sexo oral sobre una mesa) y cuando más se notará el oficio y el timing de Heigl para la réplica justa. Este comienzo esperanzador no será más que un espejismo, ya que con la llegada de Madonna, la madre del novio y su hija Nuria (la bella Ana Ayora), lo que debió haber sido una trama de enredos graciosa y ligera, terminará siendo una sucesión de momentos aburridos e inconexos que, a fuerza de soluciones apresuradas e ilógicas, acabará en el happy end al que nos tienen acostumbrados este tipo de películas. Además de confirmar que para Hollywood sólo hay dos tipos de latinos, los católicos medievales y las bombas sexuales, sorprende el desperdicio de un elenco como este y que no se haya logrado hacer, no digo una gran película, sino aunque sea un producto a la altura de semejantes nombres. Ah, la frutilla de esta indigesta torta de casamiento es el insufrible Robin Williams repitiendo el papel de cura católico retrógrado con el que nos había torturado en ese otro bodoque llamado Licencia para casarse.
Pesado como collar de garrafas Imaginen esta situación: les recomiendan un restaurante top en el que supuestamente tanto la estética del lugar, como la música y la calidad de los platos son de lo mejor. Van entusiasmados con sus mejores galas pero sucede lo siguiente: muy linda la madera que usaron para la decoración pero no es difícil darse cuenta de que es melanina; la música es tan invasiva que en vez de acompañar la cena parece un comensal más y la comida, que viene con una gran presentación, resulta ser decepcionante, indigesta y con sabores que ya hemos probado en otros restaurantes de moda con el mismo resultado. Esto es lo que sucede con Palabras robadas, film que detrás de una superficie lustrosa y un tratamiento de temas “importantes”, no es más que un compendio de pretensión, subrayados y pomposidad por doquier. La idea de la dupla de guionistas-directores Brian Klugman y Lee Sternthal es ingeniosa: un exitoso novelista (Dennis Quaid) presenta su último libro, que trata sobre Rory Hansen (Bradley Cooper), un escritor fracasado quien, al encontrar casualmente dentro de un portafolios que compró en París una obra inédita y genial, se convertirá en un autor exitoso al hacer pasar como propio el texto que halló de modo fortuito. Todo irá bien para la nueva estrella del mundillo literario neoyorquino hasta que se le aparezca el Hombre Anciano (así lo llaman en la película), interpretado por Jeremy Irons, el verdadero autor del libro, quien le contará a Hansen con lujo de detalles el contexto y la historia de las palabras que le fueron arrebatadas. Decía que la idea inicial no era mala, lástima que haya sido la plataforma para un film solemne, que no respira, que trata temas “importantes” como el DESTINO y la CULPA de un modo que no admite otra interpretación y que subestima al espectador. Ejemplos de esto último es la música que impregna de gravedad toda la película y que le irá diciendo al espectador lo que tiene que sentir en cada momento, o cuando un flashback lleve la trama hacia el pasado, la iluminación cambiará de azul a sepia, no sea cosa que algún desprevenido no se dé cuenta del viraje a los años 40. Como si esto fuera poco, se les hace decir a los actores parlamentos impostados del tipo “amé a las palabras más que a la mujer que les dio origen” (Subiela pagaría millones por una grasada de este tenor). Este tipo de cine, que cuenta con exponentes como Las invasiones bárbaras, 21 gramos o los últimos dramas de Woody Allen, quiere pasar por fino y prestigioso el utilizar música clásica y contar con actores que entregan “grandes interpretaciones” y, como dije antes, no cree en la inteligencia del espectador ni en la fuerza de las imágenes (a lo largo de los tres relatos que componen Palabras robadas es irritante cómo la voz en off relata lo que se ve claramente en la pantalla). Lo peor de estas películas es que le quitan prestigio a un cine más valioso y ligero, confundiendo a la mayoría de los espectadores que se sienten contentos después de ver bodoques como estos, pues acaban de ver “cine serio” que trata “grandes temas”, cuando en realidad sólo vieron banalidad disfrazada de “importancia”.
Yo quiero a mi bandera Atención: se develan detalles argumentales y el final de la película. Hay thrillers previsibles que son grandes películas (Fuego contra fuego y Atracción peligrosa) y hay películas con la peor ideología que son obras maestras (El nacimiento de una nación o Río Bravo, por ejemplo). Pero si un film además de ser previsible y de tener la peor de las ideologías, está mal actuada, está llena de subrayados que subestiman al espectador y tiene momentos abyectos, significa que estamos frente a películas como 911 llamada mortal. Jordan Turner (Halle Berry) es una veterana operadora de la línea de emergencias 911, que muestra calma, seguridad y profesionalismo cuando atiende las llamadas de gente en problemas. Su vida parece perfecta: es querida y respetada por sus compañeros de trabajo y mantiene un romance con un policía que es más bueno que la Vitina. Todo cambiará cuando una adolescente a punto de ser secuestrada pide ayuda al 911 pero es asesinada por un error de Jordan. A partir de aquí, la protagonista entrará en un pozo depresivo del que sólo saldrá cuando otra adolescente es secuestrada en el estacionamiento de un shopping y encerrada por su captor en el baúl del auto de este. Desde ahí, la joven logrará llamar por medio de un celular a la línea de emergencias para ser ayudada por Jordan, que verá en este caso la oportunidad de redimirse de su anterior fallido. Sin ser muy exigentes, aquí vendrá lo mejor de la película, ya que tanto la ayuda telefónica que le prestará Jordan a la chica como la investigación policial que llevará a cabo el novio de la protagonista no carecen de tensión dramática. Cuando el secuestrador (quien para que nos demos cuenta de que es un psicópata hará caras que causan risa en vez de pavor), la lleva a su escondite subterráneo en medio del campo, ya sabemos que la protagonista va ir al rescate de la chica pues el director creyó oportuno hacerle decir a Jordan minutos antes: “¿eres de capricornio? Yo también. Somos dos luchadoras. Saldremos juntas de esto”. Esto se llama subrayado con resaltador amarillo de punta gruesa (la Tana Ferro de Un novio para mi mujer hubiera dicho: “¡huy, mirá: dos pelotudas de capricornio!”). Pero falta lo peor: a) el novio policía de Jordan descubre por unas fotografías que el motivo por el que el secuestrador rapta y mata adolescentes rubias es porque de chico tuvo una relación enfermiza e ¿incestuosa? con su hermana adolescente y rubia que murió de leucemia, por lo que obviamente no nos iban a ahorrar obscenos primeros planos de las mencionadas fotos que mostraban la agonía y muerte de la muchacha; b) en el final, cuando Jordan y la chica logran vencer y reducir al villano, aparece el momento facho del film: en vez de llamar a la policía para que encarcelen y juzguen al secuestrador, las dos mujeres deciden vengarse y matarlo ellas con la bandera estadounidense flameando de fondo. Ingredientes para un film indigesto: previsibilidad desde los primeros quince minutos; abnegados, inmaculados e irreales policías; un psicópata que causa gracia en vez de miedo, fotos innecesarias y abyectas de un enfermo terminal; “justicia” por mano propia desnudando el desprecio por la acción estatal y glorificando el ojo por ojo al que son tan afectos gran parte de los estadounidenses, aunque parece que no están solos. Al finalizar la película, escuché fuertes aplausos en la sala de cine en la que se proyectó esta pésima película.
Aquel verano en familia El cine francés siempre fue amante de los retratos familiares. Ejemplos recientes de ello son muy buenos films como Las horas del verano o Amor de familia, por nombrar algunos y ahora la que incursiona en este tipo de historias es Julie Delpy, quien escribió, dirigió e interpretó uno de los personajes principales de Verano del ‘79, un nostálgico y luminoso retrato de familia. El motivo del encuentro de abuelos, hijos y nietos es el festejo del cumpleaños de la matriarca de la familia, Armandine (Bernardette Lafont), en la gran casa de campo que posee la anciana en Bretaña. En la primera parte de la reunión familiar, prevalecerán los diálogos, juegos y alegrías bajo el sol tanto de grandes como de chicos sólo interrumpidos por algún ocasional chaparrón de verano, notándose la pericia de Delpy para mostrarnos cómo, en medio de este clima de jolgorio, pueden sentarse en la misma mesa, aunque con recelo, tanto el matrimonio de actores progre (Eric Elmosnino y Delpy) como el de conservadores de derecha, y cómo estas diferencias se trasladan a los juegos infantiles de sus hijos. Un acierto de la directora fue no haber caído en la tentación de cargar las tintas sobre el ala derechista de la familia y haberse animado a pegarle algún palito a los siempre políticamente correctos franceses de izquierda, pues no parecen inocentes las escenas en las que el padre cuenta que deja a su hija Albertine (gran actuación de la pequeña Lou Álvarez), de 11 años, ver la película Apocalipsis now, o en la que lleva a la niña a una playa nudista sin ser ellos una familia nudista. En la segunda parte, tomarán más protagonismo los preadolescentes y veremos sus primeros escarceos amorosos, especialmente de Albertine, quien en un baile sufrirá su primer desengaño con un chico mayor que ella. Por otro lado, aparecerán las posturas políticas casi irreconciliables de los franceses respecto de temas sensibles como la pena de muerte, la guerra de Argelia y el Mayo Francés, estallando de un modo casi violento la tirantez familiar latente. Aquí, la realizadora tomará posición respecto de su concepto de familia al traer a colación un simpático recuerdo de la adolescencia de uno de los más exaltados, logrando que las tensiones se alivien y que todos recuerden que son una familia más allá de las distintas posturas ideológicas. Lástima que la directora creyó necesario reafirmar la idea con un subrayado innecesario al final de la película. Delpy sigue demostrando que no es sólo la hermosa chica francesa que bailaba al ritmo de Nina Simone en Antes del atardecer ya que, como habíamos visto en los films que escribió o dirigió, como 2 días en París o en el mencionado de Richard Linklater, muestra sensibilidad y aguda capacidad de observación en la construcción de los personajes, fluidez para narrar y específicamente en Verano del ‘79, realiza una precisa recreación de la época que se refleja en la fotografía, el vestuario y la banda de sonido. Ojalá que este nostálgico y costumbrista relato coral tenga repercusión entre el público argentino, ya que no todos los jueves se estrena un fresco familiar que se deja ver con deleite y cuyos personajes puedan ser tanto el hermano facho como la cuñada hippona que se sientan a menudo en nuestras mesas familiares.
El amor tiene cara de zombie Tras el boom que experimentó durante las décadas de los setenta y ochenta, el subgénero del terror zombie resurgió con fuerza a principios de este siglo. Exitos mundiales como Exterminio y la saga Resident evil han conseguido que los zombies salgan de la clase B para formar parte del Hollywood más mainstream. Si a ello le sumamos que este subgénero siempre renace en tiempos de crisis (políticas, económicas, sanitarias, la que sea), las cuales ahora son globales, y que hay una tendencia a tomarlas como inevitables y permanentes, tenemos el cóctel perfecto para que de aquí en más haya una gran cantidad de films con muertos vivos que caminan lentamente. Podríamos decir que los zombies son un vehículo para mostrar y analizar cuestiones sociales y políticas y un ejemplo palmario de ello es la saga de George Romero: en películas como La noche de los muertos vivientes y El diario de los muertos por ejemplo, se ven fuertes críticas a la guerra de Vietnam, la voracidad del capitalismo y la manipulación informativa, es decir, el lado oscuro del american way of life. En el caso de Mi novio es un zombie, hubiera sido sencillo dejarse llevar por el prejuicio y tomar esta película como otro intento de capitalizar el fenómeno reciente que supuso la adaptación de novelas juveniles como Crepúsculo o Los juegos del hambre. Sin embargo, el hecho de que Jonathan Levine, director de 50/50, estuviera a cargo del proyecto despertaba ciertas esperanzas, las que afortunadamente no fueron defraudadas. Después de que un episodio apocalíptico (no se aclara cuál) extinguiera casi toda la vida sobre la Tierra, vemos a R (Nicholas Hoult), un zombie que deambula junto a seres como él por un aeropuerto en ruinas. Gracias a divertidos y existenciales monólogos interiores a lo Allen, notamos que R mantiene su esencia humana y que es diferente de los demás muertos vivos, quienes sólo piensan en localizar a los pocos humanos que sobrevivieron al apocalipsis para poder devorarlos. En uno de estos combates de zombies contra humanos, R le salva la vida a Julie (Teresa Palmer), surgiendo entre ambos una gran atracción que poco a poco se irá convirtiendo en un extraño romance. Claro que no todo será tan fácil: por un lado, él deberá proteger a su chica del resto de los zombies y por el otro, ella deberá convencer a Grigio, su padre (John Malkovich), de que su novio no es como los demás muertos vivos hambrientos de carne humana. A partir de aquí, veremos un balance justo de acción, horror y comedia en una película deudora tanto de films como La bella y la bestia y Antz como del clásico universal Romeo y Julieta, con escena de balcón incluida, todo sazonado con una muy buena banda de sonido que incluye canciones de Bob Dylan, Bruce Springsteen y Guns N’ Roses. Lo único objetable es el final tan luminoso, no apto para espíritus cínicos que, además de empalagar un poco, contrasta demasiado con el clima oscuro y la lúgubre iluminación que nos venía mostrando Levine, aunque no empaña este entretenido film que sube la vara en lo que a películas juveniles se refiere y que puede ser disfrutado tanto por adolescentes como por adultos que puedan reírse con una comedia cuyo protagonista zombie piensa cosas como: “Estoy muy pálido. Debería comer mejor y salir más. Además, tengo que caminar más erguido. Las personas con buena postura son más respetadas por la gente”, en un gran homenaje al monólogo inicial de El ladrón de orquídeas.