Las historietas de superhéroes nos gustaban porque, incluso con conflictos que crecían de número a número, eran una promesa de color y aventura, de diversión más grande que la vida. Los “grandes temas” o las “moralejas importantes” aparecían en escorzo, sin que nadie las pusiera delante todo el tiempo como un cartelón. Wakanda por siempre es lo contrario: un enorme cartel que dice “esto es importante” y una enciclopedia de corrección política en ciertos momentos forzada al extremo (el plano de dos mujeres tratándose como pareja ya es un estándar que no molesta salvo por el hecho de que se nota injertado sin construirse previamente). El ingreso de Namor, personaje veterano de los cómics (uno de los primeros superhéroes, de hecho: nació en 1939) en el cine requería otra cosa: ¿por qué hacerlo descendiente maya y rey de Talokan en vez del mandatario de Atlantis? ¿O es menos racismo ir contra los atlantes que contra los mayas? En eso radicaba el poder metafórico y concreto del arte popular: en desplazar la “realidad” a la fantasía para que pudiéramos atisbar una verdad. La política en muchos casos manda en esta película que además pasa demasiado tiempo mostrando tristeza, al punto de dejar a un gran personaje con potencial feliz y humorístico (Iron Heart), como una mera excusa argumental. Lo peor: dos horas cuarenta para que todo quede clarísimo y no haya dudas con la moraleja. Y peor aún: la verdadera trama aventurera está resuelta de manera torpe.