Visualmente impactante pero narrativamente demasiado solemne, esta nueva puerta de entrada al Universo Marvel es de las más originales en cuanto a estética pero no termina de esquivar las fórmulas ya conocidas de la productora de películas de superhéroes.
El problema no es nuevo. A lo largo de la historia del cine los reconocimientos a una película –o las críticas negativas– han estado muchas veces teñidas del clima de época, de la situación social o cultural que se atraviesa en el momento del estreno en cuestión. La lista de películas sobre o subvaloradas de EL NACIMIENTO DE UNA NACION hasta hoy por motivos que no tienen que ver, estrictamente, con lo cinematográfico, es inmensa. Por un lado, es comprensible que ante delicadas situaciones políticas, sociales o culturales la crítica sienta que su misión sea colaborar con “la causa” del momento, pero a la vez esa misión muchas veces nubla la vista respecto a las consideraciones estéticas. Nos ha pasado a todos.
En los últimos años, pero especialmente desde la asunción de Donald Trump, en la prensa cultural de los Estados Unidos hay una misión: la de ajustar cuentas, las de denunciar la poca presencia de minorías delante o detrás de cámaras, la de exhibir tanto los abusos sexuales como los económicos que sufren las mujeres en Hollywood. Y si bien es correcto que eso se haga notar, el problema es que se vuelve una anteojera analítica que obliga a pensar todas y cada una de las películas en función de si cumplen o no ciertos mínimos parámetros de representación y no mucho más. Es secundario si la película funciona o no, lo prioritario es marcar las tarjetas. El caso de LA MUJER MARAVILLA es ejemplar en ese sentido: era una muy buena película sí y solo sí se la comparaba con el resto del universo de DC Comics. Pero fue puesta por las nubes por motivos, digamos, externos.
En ese sentido, no sorprende lo mal recibidas que fueron las películas recientes de Clint Eastwood o Woody Allen o el fallido estreno de la de Louis CK. Más allá de los defectos que puedan tener, las críticas van contra los autores y están condenadas de antemano. Decir algo positivo de ellas, parece, es volverse apologista del crimen, casi como tener algo bueno para decir de la anteriormente citada película de Griffith o de Leni Riefenstahl. Y, por el contrario, si las películas o cineastas superan esa policía moral, ética o de representatividad, salvo casos extremos, estaremos ante muy buenas o excelentes críticas.
Nadie duda que PANTERA NEGRA es un hecho cultural importante, especialmente en los Estados Unidos. Es la primera superproducción multimillonaria hecha allí con un superhéroe, un director y casi todo un elenco negro (no, no es lo mismo ni BLADE ni HANCOCK), transcurre en un país africano moderno y tecnológicamente avanzado, con un líder sabio que, además, se rodea de mujeres que son tanto o más inteligentes que él, tanto o más fuertes y violentas que él. Y más graciosas, seguro. Todo esto es muy loable, no hay dudas. Ahora bien: ¿la película es tan buena o su relevancia pasa por otro lado?
Digámoslo así: PANTERA NEGRA es una competente película de Marvel, mejor que muchas producidas por la empresa. Pero lejos está de ser una maravilla. Así como tiene elementos de construcción dramática y de originalidad estética que superan la media de las películas de superhéroes (hay una cantidad cuantificable y reconocible de personajes, no hay una veintena de locaciones imposibles de recordar y la trama tiene una integridad dramática que la hace casi autosuficiente respecto del resto del Universo Marvel) también tiene algunos problemas que le impiden, sin ir más lejos, tener la frescura y sensibilidad de la reciente THOR, de Taika Waititi. Es una película que se toma excesivamente en serio y casi no tiene humor, su protagonista no logra ser demasiado interesante (de hecho, el villano es mucho mejor personaje) y funciona casi con el tempo de saberse una “película importante”. Demasiado autoconsciente, en su gravedad, de saber el lugar que ocupa culturalmente.
Voy a resumir apenas la trama porque no quiero spoilear y, además, porque tampoco es tan original. El nuevo rey de Wakanda, T’Challa (Chadwick Boseman) tiene que lidiar con el potencial robo del Vibranium, el poderoso metal de origen extraterrestre que es la fuente de riqueza y poder de esa nación, y el que le permite convertirse en Black Panther. Dos peligrosos villanos se destacan allí: Ulysses Klaue (Andy Serkis, en plan sudafricano blanco racista) y Erik Killmonger (Michael B. Jordan, actor de las películas anteriores de Coogler como CREED, cuya relación con el universo wakandiano es un tanto más shakespeareana). Y es contra ellos –y contra algunos no del todo leales personajes del frente interno– que T’Challa y sus inteligentes y amazónicas mujeres con look a lo Grace Jones en su etapa más afro-chic tienen que combatir.
Lo más inteligente de la puesta de Coogler es su contención, al menos en relación a otras películas de Marvel. Salvo unas escenas en Estados Unidos y una larga secuencia en Pusán, Corea, todo transcurre en un país africano con zonas ultramodernas y otras más tradicionales, al punto que el filme podría funcionar separado del MCU, como una cruza entre EL REY LEON y una película de James Bond, sin integrarse jamás al universo de Iron Man y compañía. Coogler le agrega otro eje inquietante que podría definirse como la relación entre los africanos y los afroamericanos, con las distintas experiencias de vida que han tenido cada uno. Si algo distingue al héroe del villano es eso: el segundo carga con la furia vengativa de ser descendiente de esclavos, algo que no le llega tanto a T’Challa, cuyo país jamás fue colonizado. Tal vez por eso –y por la intensidad de la caracterización– a uno termina cayéndole mejor Killmonger que la propia Pantera Negra. Es como el enfrentamiento entre un pacifista Martin Luther King y un más enojado Malcolm X pero con lanzas y trajes de superhéroes.
Pero la película no puede evitar ser presa de su propia gravedad. Boseman debe ser el superhéroe con menos gracia de la galaxia Marvel, una especie de político africano que habla de modo lento y formal, con un acento xhosa que le da un tono similar al de Nelson Mandela. Muy respetable, sin duda, pero excedido de gravedad y con muy poca onda, algo que intentan cubrir los personajes que lo rodean, especialmente su hermana Shuri (Letitia Wright), una especie de genio de la tecnología que es a la vez la graciosa del grupo que además integran la ex de T’Challa (Lupita Nyong’o) y el ejército de amazonas llamado Dora Milaje. Pero Killmonger, de todos modos, termina resultando un personaje más interesante que todos ellos.
Lo más recordable de PANTERA NEGRA es, sin duda, su utilización a la manera de mash-up de toda una imaginería visual africana tomada de distintas fuentes. Así como COCO, de Disney, era una mezcla disparatada pero creativa de una cierta idea estética de México, aquí tanto Wakanda como los personajes que la habitan podrían ser sacados de la tapa de un disco de afrobeat o de Sun Ra de los años ’70, con los colores, vestidos y diseño de producción apropiados. Es fascinante observar ese mundo y Coogler es tan respetuoso con todos sus detalles que no hay nada librado al azar. Pero, a diferencia de COCO, aquí nadie parece animarse del todo a divertirse con el concepto. Y el respeto prima por sobre la libertad creativa.