Uno de los potenciales del cine que más lo preservan como un arte vivo a pesar de todos los cambios y cómodas novedades que buscan dejarlo atrás es que, más allá de su contexto productivo o de la modernización constante de las plataformas, tiene la posibilidad de regresarnos a estados primitivos y originarios. La voluntad del cine puede valerse de todas las herramientas del caos hipermoderno para mantener vivo un enlace con los relatos que nada tiene que ver con la avasallante globalización en la que todo es diplomático, libre, pero congelado. El cine sigue demostrando que es capaz de hacernos atravesar eso como experiencia vital. Todo lo perdido puede restituirse y, siendo relato, volver a imponerse como cultura.
En Pantera Negra, la idea de Wakanda como lugar oculto en el corazón de África, no penetrado por la globalización, comienza como una posibilidad prometedora. La caracterización, a la que muchos podrán reclamarle el mismo simplismo que le reclamaron a Avatar (en este caso con las comunidades negras conformadas como tribus, donde los tambores suenan a cada momento remitiéndonos a una idea más o menos acabada de lo que es la música tribal, aquí remixada con un moderno hip-hop), resulta igualmente capaz de conformar narrativamente una tensión interesante con el mundo exterior. Wakanda no conoce los estados de opresión que se viven afuera, le son inconcebibles, funciona como un lugar virgen y por ende secreto, con la amenaza constante de que tal origen arcaico se pierda.
Su héroe, T’Challa, Black Panther, príncipe (y ahora Rey) de Wakanda, parece tener el rol de mediar en ese mundo de tensiones. No es de mi interés ahora que nos adentremos en las peripecias de la trama. Tan sólo diremos que, tratándose de un reino, se coquetea mucho con las historias de las tragedias shakesperianas que tantas veces han sido transpuestas al cine, diseminadas como películas de apariencia “menor”. Con eso nos alcanza, aludiendo además a una reciente y extraordinaria trilogía que es Rise, Dawn y War for the Planet of the Apes, cuya matriz shakesperiana se desarrolla no sólo como idea o estructura, sino que la constituye esencialmente en una gran tragedia.
Quizás el problema de Pantera Negra sea que su inocente fe en el bienestar mundial se priva completamente de incorporar elementos trágicos. La usurpación del poder por parte de Killmonger, primo no reconocido de T’Challa, tiene ecos de la segunda entrega de El Planeta de los Simios (con la traición de Koba a la comunidad de César). Sin embargo, se parece mucho más a una burda alegoría del triunfo de Donald Trump como presidente de Estados Unidos. La construcción de Wakanda, esa que comenzaba prometedora e interesante, deviene una representación al estilo punto por punto de la norteamérica ultrajada por la asunción del horror trumpista. Así, Killmonger deja de ser personaje por su mera función reflexiva; y la película, que amaga con darnos la experiencia de lo originario, parece pervertirse a sí misma para convertir a Wakanda en una utopía demócrata globalista (que lejos está de cualquier origen arcaico).
Al avanzar la lucha se da una resistencia, y el triunfal regreso de T’Challa la encamina hacia buen puerto. Resulta desafortunado, y sobre todo lamentable, cuando comenzamos a detectar frases directas del Papa Francisco pronunciadas en el lugar equivocado. Lo que comenzó como un regreso al origen nos termina transportando a una conferencia de la ONU, donde T’Challa, ahora de traje, pregona ante todos que Wakanda se abre al mundo.
Una de las peores alternativas narrativas del cine, o de lo que con el cine puede hacerse, es esto. Podemos asomarnos y mirar algunas ideas, pero si nos petrificamos (tal vez por no ser capaces de soportarlas), terminamos conduciendo el origen hacia su parodia; en este caso una fría máscara de diplomacia donde la paz se sosteniente imaginariamente, donde T’Challa jamás cae (aunque pueda levantarse) y no hay tragedia, sólo una idea tecnocrática de la política y del mundo.