Teresa como espejo de todos
Aun cuando por momentos Seidl parece buscar deliberadamente que sus ideas previas se cumplan, el primer episodio de su trilogía Paraíso nunca cae en la manipulación grosera. Y a través de la empatía con sus personajes consigue un tono siempre creíble.
Ni tan cruel como algunos lo pintan ni tan objetivista como él mismo elige pensarse (ver entrevista), si algo está fuera de discusión es que en la primera parte de la trilogía Paraíso el austríaco Ulrich Seidl logra su aspiración de incomodar. Lo hace sin recurrir a golpes bajos, aunque como en todo film de ambición programática, a la larga el director y guionista tal vez se parezca demasiado a un dios con una idea previa del mundo que inventó. La idea es que ese mundo, no del todo carente de momentos de dicha y felicidad, termina deparando amargura. Una amargura que, de acuerdo con las declaraciones del realizador, sería producto del choque entre sueños y realidad. En la versión Seidl (éste es el punto), la realidad resulta ser, parecería, poco amiga de quienes la pueblan o visitan.
Como explica él mismo en la entrevista, la trilogía está interconectada a través de sus criaturas. Teresa, heroína de Paraíso: Amor, es la hermana de Anna Maria, protagonista de Paraíso: Fe (2012), y mamá de Melanie, eje de Paraíso: Deseo (2013). Una breve introducción presenta a las tres. Profesora de niños “especiales”, al terminar la temporada Teresa deja a Melanie en casa de su hermana y parte de viaje. Corte y estamos en Kenia: de tan rotundas, las elipsis de Seidl son brutales. Un modo de hacer ver al espectador lo que él quiere, en el momento y el modo en que lo decide. (Merece un breve aparte, por su carácter altamente representativo, la escena inicial, en la que los alumnos de Teresa juegan a los autitos chocadores en un parque de diversiones. Habrá quien interprete como un gesto de extrema crueldad la idea de hacer chocarse entre sí a chicos down y adultos con problemas de desa-rrollo. Lo sería, si la pasaran mal. Pero como se divierten tanto como cualquier niño en la misma situación, el sentido de la escena es el de naturalizar a esos niños y adultos. Lo cual aclara más de un malentendido en relación con ética e intenciones de Herr Seidl.)
Volviendo a Kenia, lo primero que se ve es a tres empleados de un resort limpiando, en el más absoluto silencio, una impecable piscina. El solemne mutismo del trío, la coordinación casi coreográfica de sus movimientos, la fijeza con que la cámara los observa desde una cierta distancia y la duración del plano dan a la escena una cualidad entre ligeramente absurda, onírica e irreal. Todo ello –el tono apenas extrañado, como corrido, y los medios puestos para alcanzarlo–, muy representativo del estilo Seidl, tendrá su eco cuando un empleado de seguridad intente espantar a un mono a hondazos, en una coreo de aquadance o en la escena final, suerte de Cirque du Soleil en sordina y a la pasada.
El resort acoge a turistas europeos, de los cuales Seidl elige focalizar sobre cuatro señoras que hablan en alemán, una de ellas la protagonista. Una de las señoras introduce a Teresa en las maravillas del turismo sexual keniano, presentándole a su atlético chongo, que la hace feliz. Siguiendo el ejemplo de la nueva amiga, Teresa se dejará seducir por una serie de “chicos de la playa”, que la atienden con una amabilidad como de geishas masculinos. Pero a la hora del cobro las cosas comienzan a enturbiarse. Como ciertos gourmets, Seidl combina lo amargo y lo dulce. Amargo es el “fondo de cocción”: la línea mayor de la historia. Pero el dulzor de condimentos y aditamentos se expresa tanto en el logrado clima de intimidad (el largo ejercicio como documentalista le permite dar tiempo a que ese clima cobre cuerpo) como en la media voz en que los personajes suelen expresarse, el relax de más de un paseo por las calles de Nairobi, la delicadeza de los “chicos de la playa” y gestos como el del acompañante que después de hacer el amor protege el sueño de Teresa con un mosquitero, en una escena que parece algo así como La maja desnuda en versión Botero, con colores saturados de Marcos López.
Si lo más cuestionable de Paraíso: Amor es la voluntad de decepción que parece guiar al demiurgo en relación con su Eva, lo más saludable del film –del credo Seidl, en general– es la empatía que el realizador establece con sus señoras, castigadas por la ley de gravedad y dueñas de distintos grados de obesidad, a las que muestra en bikini o menos que eso. Habrá quien vea en ello un cuadro esperpéntico. Lo hay solo en el ojo del que mira: esas señoras tienen los cuerpos que muchas señoras tienen a su edad, lo cual hace de ellas representantes de la más estricta normalidad humana. Como por otra parte Seidl puso especial cuidado en elegir por protagonista a una señora tan bonita, simpática y de bella sonrisa como armada de las mejores intenciones (las de seguir siendo amada, aunque su cuerpo no responda ya al canon de belleza de la revista Vanity Fair), todo ello facilita la identificación. Todos somos Teresa, es la idea: nadie es perfecto, todos somos, en el fondo, tan vulnerables como ella.