Porque te quiero te aporreo
Dos mujeres sentadas en la barra de un hotel, de espaldas a cámara. De frente, el camarero, un morocho oriundo de Kenia, el lugar a donde aquellas mujeres fueron a vacacionar. Las señoras, voluptuosas y ridículas -se nota por lo que dicen y cómo lo dicen-, se burlan del muchacho al estilo de las cámaras ocultas de Tinelli con los japoneses: se ríen de cómo pronuncia el alemán, de sus modos. Esa secuencia, un largo plano fijo (como la mayoría de los planos de este film del austríaco Ulrich Seidl) explicita la búsqueda de Paraíso: amor, una mirada bastante violenta y perversa sobre cómo los europeos observan al mundo con un dejo de superioridad mientras esconden, en la acción, una frustración y represión constante. Esa secuencia es, de lejos, la mejor del film, que en otros momentos se pierde en cierta provocación repetitiva que termina siendo más calculada que auténtica, más miserabilista que comprensiva del otro, puro exhibicionismo.
Lo que plantea el comienzo de esta trilogía de Seidl es bien concreto: mujeres cincuentonas que se van de turismo sexual al Africa, mientras descansan de sus familias y empleos. Pero el foco se posa sobre Teresa, quien progresivamente se va metiendo en este juego que le proponen sus amigas. Primero teme, luego acepta, luego profundiza, para terminar cerca de la frustración. Y no es que le falte sexo a la protagonista, más bien lo que se le ausenta es la sensibilidad, el amor, aquello que, pareciera, le falta. En el fondo, la película habla sobre esa Europa sodomita que busca regodearse en el barro tercermundista, lejos de casa: no de gusto las protagonistas son mujeres grandotas, voluptuosas, de tetas mayúsculas. Es la Europa que controla, domina y goza de esos otros que están por debajo de la línea de lo deseable: esos otros representados aquí por cuerpos negros musculosos, de sexualidad marcada.
Seidl es buen representante del cine europeo menos tradicional para estas costas, el que representan países como Suecia, Austria, Alemania, y del que Michael Haneke suele ser embajador. Claro que hay aquí una mirada algo menos tortuosa que la de las películas del director de Caché, incluso una ligereza que se permite el humor y hasta cierta cercanía con los personajes. Pero la aridez de algunos pasajes traen a la memoria un cine que supone que la crítica está en maltratar al que mira, incluso haciendo caer a sus personajes en las situaciones más bajas y sórdidas posibles. A Paraíso: amor le sobran un par de encuentros sexuales, alguna secuencia orgiástica parece estar sólo por mero placer provocativo (para ser académicos: es llamativo que en esa secuencia en la que aparecen todos en bolas, nadie termina cogiendo realmente, aunque se me podrá decir que ese es el punto) y en ocasiones el maltrato al otro no logra trascender la distancia necesaria y termina siendo un simple maltrato sin mayor lectura posible (las largas secuencias de mercaderes en la playa).
Por el contrario, Paraíso: amor encuentra el tono justo en aquellos planos donde los locales no pueden atravesar una soga y son separados de los turistas que descansan en cómodas reposeras, en esos largos planos que aprovechan notablemente la profundidad de campo o cuando Teresa y su amante Munga demuestran sus diferencias culturales en un plácido juego sexual. Momentos de intensidad y verdad que Seidl produce, pero que se le escurren de las manos por su ambición primera de impactar, aporrear y provocar al espectador.