El primer capítulo de la trilogía PARAISO de Ulrich Seidel, titulado “Paraíso: Amor” (Austria/Alemania/Francia, 2012), es una desesperada y abrumadora historia sobre la soledad y los vertiginosos mecanismos que una mujer (Teresa, interpretada por Margarete Tiesel) intenta implementar para poder suplir su falta de amor.
En “Paraíso…” está Teresa, quien vive una rutina agobiante en Austria (una hija adolescente que no le presta atención, un trabajo con una inmensa carga psicológica) y sufre su soledad. Quiere amar pero no puede relacionarse con nadie. Además posee un perfil déspota que tampoco la ayuda a conseguir compañía. Para cambiar su suerte decide viajar. Con el inmejorable marco de un resort en el medio de la costa africana (más precisamente en Kenia) acompaña a un grupo de personajes que librados al lujo y desparpajo del all inclusive se liberarán por unos días.
Allí esta mujer deambulará por las playas y piletas tratando de conseguir a alguien que la complete, derribando prejuicios y mitos. En ese mundo ideal del apart, con actividades cronometradas y digitadas, se construye una realidad diferente a la que viven los habitantes del lejano país africano, seres que excluidos del mundo capitalista encuentran en las mujeres que visitan el lugar un negocio redondo.
De un lado del cordón los capitalistas que al sol intentan despegarse de sus problemas. Del otro lado los habitantes que intentan comerciar de manera ilegal algunos objetos que creen que interesantes para los turistas. Pero también estos saben que a cambio de algunas horas de sexo “exótico” conseguirán el dinero que necesitan para sobrevivir en su dura realidad, una realidad de miseria y carencias.
Carencia que Teresa también tiene y pretende satisfacer, y lamentablemente y en un primer momento no se da cuenta que es utilizada por los lugareños. El personaje atraviesa un proceso de transformación a lo largo de los 120 minutos que dura el filme y si en un primer momento está expectante y reticente a la vez sobre lo nuevo, luego se mostrará desenfrenada y aprovechando las excentricidades que le ofrece la “otredad” para finalizar como una tirana que disfruta del poder que ejerce sobre los nativos.
La cámara estática por momentos de Seidel hace que la tensión basada en la inacción se potencie. Los planos conjuntos y grupales de los protagonistas también destacan la idea de la necesidad de diferenciar a los lugareños de los occidentales.
El director trabaja constantemente sobre la dupla “extrañamiento/otredad” con mucha incomodidad para quien ve el film, y así construye un discurso potente sobre la soledad en la actualidad y la necesidad de vincularnos afectivamente más allá de la mera puesta al día de una relación sexual.