No es una película mas sobre el Holocausto, siempre hay una manera distinta de ver lo que ocurrió. Y el director Andrei Konchalovsky encontró esa fórmula. Con guión concebido por el junto a Elena Kiseleva, imagina tres destinos distintos que se entrelazan. El de un policía francés colaboracionista, el de una aristócrata rusa que pertenece a la resistencia francesa y un alemán perteneciente a la nobleza, descendiente de Nietzsche, que abraza la causa nazi con fervor. Rodada en blanco y negro, los tres personajes vestidos igual – ¿en el paraíso, en el infierno, en el purgatorio?-, filmados en primer plano cuentan su historia, con saltos que dan a entender una censura o compaginación del relato. Quizás porque ningún destino individual pueda dar la dimensión total de lo ocurrió. Y de esas palabras, de esas memorias surgen recuerdos, justificaciones, teorías, horrores. La mujer que le tiene horror al dolor físico, encarcelada y enviada a un campo de concentración por salvar a dos niños judíos. Una sobreviviente que utiliza su seducción y justifica ejercer su heroísmo diciendo que el bien solo necesita un empujón. El policía acomodaticio. Y el alemán de linaje que conoció a la mujer en un lugar bellísimo y fue seducido por ella, la reconoce mientras ejerce sus funciones de control en un campo de concentración. Entre sus delirios por un mundo mejor, sus justificaciones, entiende y supervisa el exterminio de judío con la minuciosidad de un burócrata y la más despiadada eficiencia. Solo los bombardeos de la aviación rusa interrumpen las tareas de los hornos. No es un film fácil, lo revulsivo se mezcla con lo iluminado, el horror con las fantasías. Pero hay que verlo.