El insensible mundo corporativo
Siempre tienen algo interesante las películas como Paranoia, que aprovechan aristas perversas del sistema social estadounidense para mostrar el dilema del hombre común ante la elección cotidiana entre el bien y el mal. O eso parece en principio. Es que, en apariencia, nadan contra la corriente del hiperindustrializado cine de Hollywood. No es menor mencionar el tema de las apariencias. Porque así como en los thrillers de espionaje hay cosas que terminan siendo lo contrario, en éste hay además una máscara de crítica social que oculta una mirada conservadora de la realidad.
Emparentada de algún modo lejano con Enemigo público, una de las mejores películas del enorme (y desparejo) Tony Scott, Paranoia despliega un arsenal tecnológico de vigilancia en torno del protagonista, un joven aspirante a empresario, cuyas ambiciones lo empujarán a meterse en un laberinto de intereses entre dos magnates de las comunicaciones, sin hilo que lo ayude a salir. Pero el film nunca consigue crear una sensación de agobio convincente, y en eso está a años luz de la de Scott: Paranoia se extravía en escenas más próximas a las producciones fotográficas de la revista Vogue que a un thriller de espionaje.
No es novedad que con el entuerto entre capitalismo y comunismo en principio resuelto, el cine de espionaje ha cambiado su eje, pasando de girar alrededor de la política para hacerlo en torno de la economía. Si hasta 1990 los que se espiaban eran los estados, en el siglo XXI la inteligencia encontró un horizonte en el mundo corporativo. Un cambio de paradigma del que el cine tomó nota. Paranoia es un ejemplo, aunque no el mejor. Aunque parece enjuiciar el carácter insensible del universo corporativo, esconde bajo el poncho del final feliz un perfil conservador que anula los impostados esbozos de crítica. Asume que la honestidad (o cualquier otro valor) es despreciable cuando no produce ganancia. Uno de los empresarios que interpretan Harrison Ford y Gary Oldman dice con claridad que no existen el bien y el mal, sino ganar o perder, por lo tanto el dilema esbozado al comienzo se vuelve ficticio y redunda en un relato sin densidad dramática. Sin bien ni mal a la vista y obligados a apostar a ganador, sólo queda elegir si ver o no la película.