El equilibrio y los malos olores
La película más reciente del director surcoreano, ganadora en Cannes y favorita en los Oscar, ofrece un fresco de división social en armonía hipócrita.
Si se ha visto algunos de los films de Bong Joon-Ho (The Host, Madre, Okja), se sabe que a lo previsible no le espera buen puerto. En su cine el sendero dramático puede que adquiera un cariz más o menos reconocible, pero mejor atender a las hendijas, porque es por allí donde la película hará florecer otras y raras flores. La obra del realizador surcoreano ya tiene una fisonomía ganada y celebrada. Parasite, entre otros méritos habidos y por haber (seis nominaciones al Oscar, incluyendo Mejor Película), obtuvo la Palma de Oro en el último Festival de Cannes.
De parábola urgente, Parasite apela a la crisis social como escenario cotidiano. Escenario que si bien hace foco en la sociedad de Corea del Sur, son demasiadas las coincidencias como para no vincularlas con violencias cotidianas de por aquí cerca. El film de Bong Joon-Ho hace pie en una familia cuya morada linda entre la superficie y el abajo. Un especie de casa que hunde sus pies bajo tierra, desde la cual la familia que habita atisba la superficie. La supervivencia requiere de maniobras hábiles, que permitan hacerse con dinero rápido así como de una señal gratuita de wi-fi. Los bichos y las fumigaciones, en tanto, adornan los días.
El primer movimiento de cámara de la película ya es elocuente. Desciende, mientras mira por esa ventanita que linda con la superficie. De este modo, Bong Joon-Ho deposita la mirada del espectador en consonancia con la de la familia protagonista, mientras lo lleva al descenso al que invita. Desde ya, el (precario) equilibrio entre la línea que divide el arriba y el abajo ha sido trabajado siempre por el cine, con Metrópolis como una de sus películas emblema. Una composición gráfica que es también división social simétrica. Quienes se saben abajo, y quienes se saben arriba. Una suerte de naturalismo asumido que lleva a propios y ajenos a protegerse entre sí.
En este sentido, hay un egoísmo asumido, que la película pone en cuestión mientras desarrolla los avatares que llevan a esta familia “parásita” a ocupar, paulatinamente, la casa de otra, adinerada y luminosa. Como piezas de encastre, cada uno de los correspondientes integrantes de los grupos familiares, entrará en relación recíproca: hijos con hijas, maridos con esposas. El lazo vincular estará dado por la mentira: hacerse pasar por profesor de lo que no se es, o chofer de experiencia consumada. Mientras estos espacios son ganados, otras personas serán desplazadas. Llegado el momento celebratorio, en donde pareciera que la casa está a merced de estos habitantes fraguados, la preocupación por qué será de la suerte de aquellos, de los trabajadores anteriores, hace eco. Pero dura poco. Mejor preocuparse por uno mismo, por nosotros, tal como lo exige la hija adolescente.
Pero ese llamado de atención es el que dispara a la película hacia otro camino. Al menos desde la propuesta estética, porque lo que se narra sigue siendo lo mismo. Es decir, si por medio de una serie de piezas de dominó, que caen con ritmo regular, Parasite ofrece una divertida situación de sustitución de identidades, en donde los que menos tienen se ceban en los que más, los puntos suspensivos de la pregunta por quienes antes estaban –los ahora desempleados, vueltos figuras “fantasmas”– suscita un cambio de rumbo. Lo que parecía una cosa, ahora es otra. La comedia troca en thriller. Y no faltará demasiado para que éste devenga en terror.
Esta variación genérica es santo y seña del director, capaz de alternar o conjugar diferentes tópicos dentro de la misma propuesta. Como capas simultáneas que cobran mayor espesor según el deseo narrador. Hasta llegar a momentos grotescos pero nunca librados al azar. De este modo, hay señales que avisan sobre lo que sucederá: el trauma del niño en su cumpleaños, las heridas sin explicación en el rostro de la empleada despedida, el vagabundo borracho que orina la casa. Detalles que abren para luego cerrar, exacerbados y despiadadamente. La película cobra, así, estructura, mientras abreva de los géneros narrativos y deposita su ardid en una piedra simbólica –regalo o maldición–, proveedora de fortuna material, según se dice.
El resultado final es brutal, porque Parasite arremete con furia y artesanía dolorosa. Algunas imágenes son terribles. Tanto como la falta de solidaridad entre pares. De todos modos, algún resabio de algo similar sucede. Hay que esperar el momento para leerlo entre líneas, y sin perder el horror en la mirada. Así como tampoco el sentido del olfato. Porque el olor tiene un protagónico importante. Olor que es consecuente con la deriva sinuosa pero abismal que Parasite propone. Hasta llegar, literalmente, a las aguas servidas. Contrapunto de distancia con aquella otra que viene del cielo. Todo lo que cae se percude. Tanto el agua como las personas.
Llegado el momento del desenlace, cuando la furia amanse, las cosas deberán volver al carril habitual; quienes detentan el lugar social alto harán lo que mejor saben: celebrar y decidir por sobre la suerte y vida de los otros. Lo “parasitario” obtiene, así, doble sentido. En todo caso, es una sociedad que se carcome, mientras persiste en las comodidades de unos y las humillaciones de otros. Rasgos de un comportamiento que transgrede las clases sociales. En este sentido, vale reparar en el ofrecimiento del trabajo primero, el que abre a la película en su totalidad: no hay partícipes ingenuos en este juego de armonía mentida.
Por último, otro plano y movimiento de cámara similar al del comienzo se reitera. Es cierto que da cierre simbólico al film, aunque tal vez de un modo innecesario, porque subraya lo que ya quedaba claro: una fantasía en donde los desposeídos se hacen con lo que no tienen. Lo terrible es cómo esta fantasía no hace más que reiterar los mismos comportamientos de esa clase de la que no se es parte. Algo así como una fascinación por quienes más tienen. Ser como ellos. De allí, también, hacer lo que ellos dicen.