Hay dos premisas fundamentales en la última película de Bong Joon-ho que, de alguna manera, alinean la base de esta historia sorprendente. Por un lado la ideológica —con un fuerte y corrosivo sentido de crítica social—, y la de una construcción narrativa sencillamente magistral. Ambas están diseminadas a lo largo de todo el film, y en especial en dos parlamentos —una especie de monólogo de los protagonistas— que refuerzan estas ideas.
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Por un lado la creencia inocente —casi naif— de que el dinero todo lo puede. “El dinero todo lo plancha”, dice Choon-sook (Jang Hye-jin), la cabeza femenina de una familia compuesta por su marido Kim Ki-taek (Song Kan-ho) y sus dos hijos: el mayor llamado Ki-woo (Choi woo-shik) y la menor Ki-jung (Park So-dam). “El dinero plancha todas las arrugas, plancha todos los dobleces, deja todo liso y perfecto”, continúa Choon-sook a lo que toda su familia asiente como si estuviesen ante una gran revelación que no puede ser refutada. Claro, el contexto de esta familia, que vive al borde de la inanición, en un sótano lleno de insectos y que sobreviven con lo poco que les pagan por doblar cajas de cartón para una pizzería, se entiende y se justifica. Sumergidos en lo más bajo de la escala social, cualquier atisbo de mejora es algo invalorable.
Por otro lado —y dejando de lado la esencia misma del filme— está la estructura narrativa, que es lo que está haciendo furor en todos los ámbitos de la crítica especializada y del público. En un pasaje, Kim Ki-taek, le dice a su hijo: “Para que un plan sea efectivo, solo hay que hacer una cosa, no tener ningún plan. De esa manera uno nunca puede defraudarse”. Esto es tan así en la película de Boon Joon-ho— Memories of Murder (2003), The Host (2006), Mother (2009), Snowpiercer (2013) y Okja (2017) — que a medida que vamos adentrándonos en la historia, nada de lo que supuestamente intuimos que va a suceder, sucede. Nuestros planes o ideas preconcebidas se desmoronan continuamente y vamos descubriendo nuevas y sorprendentes aristas en una trama que parecía a simple vista previsible y simple. Es decir, nos sentimos defraudados —en el mejor sentido de la palabra— porque lo que sucede secuencia tras secuencia no está dentro de nuestros planes. No hay que hacer planes para ver esta película, parece decirnos el director coreano, simplemente dejarse llevar como si estuviésemos en una montaña rusa. La caída puede dejarnos sin aire, pero bueno, es la idea de lo impredecible.
La película está segmentada en dos bloques bien diferenciados. La primera parte puede inscribirse dentro de la comedia costumbrista, plagada de engaños, de mentiras y de una picardía que no escatima recursos en pos de una ventaja económica y social. Es así que vemos cómo esta familia pobre y desclasada va tomando posiciones dentro de otra familia —los Park— adinerada y con un status social elevado. Y lo hace a través del engaño. Primero el hijo se presenta como profesor de inglés para la adolescente hija de los Park, Da-hye (Hyun Seung-min) que logra no solo enseñarle cómo debe encarar los exámenes sino que logra que se olvide de su anterior pretendiente y se enamore de él. Luego ingresa la hermana de Ki- woo —haciéndose pasar por una amiga de su prima— como psicóloga para el hijo pequeño de los Park. Luego hace su aparición el padre que lo contratan como chofer y por último la madre como ama de llaves. Es así que en el lapso de pocas semanas, la mansión de los Park se encuentra invadida por otra familia muy diferente a la suya, aunque mucho más inteligente. Claro que para ellos son todas personas competentes y profesionales que de manera fortuita —eso es lo que suponen— fueron incorporándose a su rutina.
Hasta aquí todo marcha sobre ruedas a través de un mecanismo de relojería que —internamente— queremos que funcione. Deseamos que a esta familia le vaya bien y hacemos fuerza para que no los descubran, claro que esta empatía primeriza se va a ir desvaneciendo en el transcurso de la segunda parte del film. Una segunda parte en donde este mecanismo estalla. Ya nada sigue por los carriles imaginados. Y comienza la debacle. No puede aventurarse nada sin caer en el spoiler que restaría sorpresa a la segunda parte de la película, pero sí podría decirse que el engaño al que fueron sometidos los integrantes de la familia Park se va a ir desentrañando de manera violenta y cruel y no por ellos mismos sino por terceros que irrumpen de una manera nunca imaginada.
La fotografía, la música incidental y la edición son impecables, pero es en la actuación en donde Parásitos reúne uno de sus verdaderos logros. Cada uno de los personajes logra algo muy difícil de transmitir: que no empaticemos con ninguno. Claro que esto tiene que ver mucho con el guión —también escrito por el director—, pero notamos —con asombro— cómo a medida que se desenvuelve la psicología de los integrantes de las dos familias, más nos alejamos de ellos. Nada hay para que nos identifiquemos, aunque sea a través de algún acto redentor, con ninguno de sus móviles, ni de sus actos, ni de sus pensamientos.
Parásitos (2019) —ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes y con seis nominaciones al Oscar— es una gran película de género que aborda la problemática social —como en su momento lo hiciera Nosotros, de Jordan Peele— que no se amilana en coquetear con el thriller más sangriento, el horror sobrenatural —el pequeño de la familia Park quedó traumatizado por un fantasma que vio salir de un galería oscura— y el suspenso al mejor estilo Hitchcock. Y lo hace de una manera tan fluida e inteligente que pasamos de una comedia de enredos —con toques de humor negro— a una cacería despiadada y brutal sin que nos diésemos cuenta, o sí, pero ya es tarde para volver atrás. Porque si hay algo que el director coreano logra hacer en esta especie de subida a lo más alto de la escalera es que si miramos para abajo vemos que con gran disimulo le fue sacando los escalones, es decir, no hay marcha atrás; las criaturas de Boon Joon-ho no pueden sino avanzar, a pesar de que ante cada avance encuentren la perdición de sus propias almas.
Detalle a tener en cuenta: La llegada de los parásitos se da a través de un amigo de Ki-woo quién lo recomienda a la familia Park para que lo reemplace como profesor de inglés de su hija mayor. A su vez le obsequia una piedra que representa a la Fortuna. Este objeto —metafórico como dice en su momento el joven Ki-woo— va a ser el causante de su propia ruina. Una especie de pata de mono —aquel espeluznante objeto presente en el cuento de J.J. Jacobs— en que la fortuna anunciada por un amuleto casi mágico se convierte, luego de un primer atisbo de felicidad, en un definitivo descenso a los infiernos.