Con la ligereza de un souffle.
No se trata de un récord mundial absoluto, pero casi: a la edad de ochenta años, Eleanor Coppola –referida usual y simplemente como “la mujer de Francis Ford”– debutó como realizadora con un largometraje de ficción, título que se suma a una breve filmografía que incluye algunos registros de backstage de films de su hija Sofia y del patrón del clan (sus filmaciones durante el alambicado rodaje de Apocalipse Now formaron parte del famoso documental Hearts of Darkness). Y si el logotipo de American Zoetrope al comienzo de la proyección permite avizorar que todo quedará nuevamente en familia, la confirmación llega gracias a sus propias declaraciones: la historia de París puede esperar se basa libremente en un viaje en auto que la directora realizó por territorio galo con un conocido de su esposo, de nacionalidad francesa. Que en la película se hable de vinos (y mucho) tampoco es casual: al fin y al cabo, la bodega de F.F.C. produce un blend de Syrah y Cabernet Sauvignon que lleva su nombre de pila.
Y de vinos ciertamente se habla, pero también de quesos, chocolates, paisajes, sentimientos, un poco de historia romana y algunas cosas más. La estructura narrativa de París puede esperar es mínima al punto del raquitismo. Fue, sin dudas, una decisión plenamente consciente que transforma a la película en una suerte de visita guiada por algunas ciudades y pueblos del sur y el centro de Francia, con paradas en restaurantes, hoteles y museos, entre estos últimos el Instituto Lumière de Lyon, plano de un zoótropo incluido. Esa falta de ambiciones puede ser recibida como una imperfección, pero también como una de las pequeñas virtudes del relato, ya que, durante los dos primeros tercios de metraje, la pureza del recorrido turístico no se ve afectada por excesivas intromisiones dramáticas.
La excusa es simple y directa: Anne (la siempre impagable Diane Lane) es la mujer de Michael, un productor de cine norteamericano interpretado por Alec Baldwin, que parece más preocupado por sus asuntos laborales que por la presencia de la mujer. Cine dentro del cine, en la primera escena abandonan el hotel que ocuparon durante los diez días del Festival de Cannes (edición 2015, allí está el afiche con Ingrid Bergman de fondo para confirmar la cosecha). Cuando Anne decide bajarse de un viaje relámpago a Budapest, queda en las galantes manos de otro productor de nombre Jacques (Arnaud Viard), quien gentilmente se ofrecerá para trasladar a la mujer desde la Costa Azul a París y esperar allí el regreso de Michael. Eso es todo lo que el guion (firmado por la misma Eleanor Coppola) necesita para comenzar el viaje, casi siempre a bordo de un viejo Peugeot 504 descapotable. Previsiblemente, Jacques es entrador, un bon vivant ingenioso y seductor, y si el choque cultural consecuente no provoca un terremoto, sí genera algunos chispazos.
De a poco, entre cenas en locales con estrella Michelin y la degustación más envidiable de delicias culinarias, la relación entre los personajes irá mutando y las capas superficiales del protocolo social dejarán algún resquicio para la confesión personal. Tal vez fue el miedo al vacío el responsable de la inclusión de un desarrollo dramático más convencional durante los últimos quilómetros de recorrido, sin dudas los menos interesantes del viaje, los más derivativos y cercanos al cliché. Para el recuerdo quedan las fotos tomadas por Anne con su cámara portátil, los escargots, el pollo de Bresse asado, la botella de Cuvee Silex y el aire sanamente insustancial de un film con las características de un souffle: liviano y diminuto, será siempre entrada o postre, pero nunca plato principal.