En la primera película de Eleanor Coppola, una mujer madura, atrapada en un matrimonio aburrido, encuentra en un desvío de sus vacaciones una oportunidad arriesgada de redescubrir el amor y el placer.
La trama de París puede esperar es simple: Anne, interpretada por Diane Lane, está en Cannes en unas vacaciones nada placenteras con Michel, su marido, que en realidad pasa todo el tiempo pegado al teléfono arreglando asuntos de producción cinematográfica. Una contingencia los obliga a separarse y el socio francés de Michel, Jacques, se ofrece a llevarla en auto a París para la próxima estación de las vacaciones.
A partir de ahí se desarrolla una clásica road movie repleta de clichés: el francés es encantador, epicúreo, enamorado de las texturas de la vida, canallesco (después de todo, seduce desde el minuto uno a la mujer de su socio); Anne juega el papel de la norteamericana práctica a al que le cuesta ceder a la seducción de ese sibarita aluvional, a quien el mismo espectador detesta a la hora de metraje.
Hay que decirlo, todo en la película es deslumbrante: los paisajes del sur de Francia, el avión privado que aleja a Michel de su mujer, la interminable sucesión de platos gourmet preciosamente presentados a lo largo del periplo de Anne, que mientras es seducida aprende a conocer los productos de la tierra francesa como nunca le permitieron sus vuelos de Cannes a París (como bien dice Jacques, un país se conoce en auto).
Por momentos, la película recuerda a una nota de la sección turismo o a ese Woody Allen enamorado de la cáscara más gruesa de la “alta cultura” occidental, fundamentalmente cuando la directora Eleanor Coppola compara (mediante la interpolación de cuadros) la experiencia de los amantes con grandes obras de la historia del arte francés. Pero detrás de ese oropel cultural no está Woody Allen, sino la exhibición de un placer fastuoso que solo se vuelve interesante por dos únicos detalles.
El primero es la lucha interna de Anne entre la irritación que le producen los desvíos y la avanzada “encantadora” de Jacques; el segundo es la sospecha de que Jacques está quebrado, y de que algunos de los aspectos pintorescos que lo definen (su auto vintage al borde del colapso, sus problemas con la tarjeta de crédito) son las ropas verdaderas de un estafador. Esa amenaza es lo único que sostiene el interés de una película que llega a perder la brújula, que se corre forzadamente del lugar de comedia para obligarnos a una empatía imposible con sus personajes y que naufraga en la confianza que deposita en su protagonista, algo de lo que da cuenta muy cabalmente un último plano inexplicable.