Dedicada a los niños más pequeños, Parque Mágico combina una animación técnicamente impecable con un argumento extraño, que sólo parece una excusa para el despliegue de la pirotecnia visual.
June es una nena que se la pasa jugando a la construcción de parques de diversiones. Su socia creativa es la mamá: entre las dos arman, por toda la casa, la más variada clase de atracciones. En otra dimensión, lo que a ellas se les ocurre sucede realmente. Así, los muñecos de peluche de June cobran vida y son los anfitriones del verdadero parque mágico: un mono, un puercoespín, una jabalí y dos castores. El viejo truco de meter animalitos parlantes para captar la atención del público infantil.
Pero la mamá de June se enferma y tiene que viajar a hacerse un tratamiento, por lo que June abandona el juego, se preocupa por no perder también a su padre, y el Parque Mágico cae en el olvido. De alguna manera, ella entrará en la dimensión del parque y deberá ayudar a los animalitos a derrotar a “la oscuridad” que tomó el lugar. Una alegoría al estado anímico de la nena: endeble mensaje de resiliencia.
Todo transcurre a un ritmo vertiginoso, con muchas escenas donde da la impresión de que hay varias situaciones desarrollándose simultáneamente. La explosión de colores y texturas contribuye al mareo pero también compensa los baches del guion de Josh Appelbaum y André Nemec para una película que oficialmente no tiene director: Dylan Brown, ex animador de Pixar, estuvo al frente del proyecto casi hasta el final, pero por denuncias de abuso sexual fue despedido y su nombre quedó excluido de los créditos.
“La oscuridad está para recordarnos que miremos la luz que nos rodea”, es la explícita -y berreta- moraleja de esta historia, que pronto será una serie del canal Nickelodeon.